viernes, 21 de julio de 2023

La magia, una cuestión de conjunto (V)

 

Un poder más allá de los ejércitos mortales. La insuficiencia del Estado frente al ácrata V. Formas ocultas que hacen innecesaria la violencia como recurso generador de comunidad.


Pero tenemos que volver ya al tema principal. Habíamos comenzado hablando de cómo, en un anuncio televisivo del perfume Nostalgia (by Veidt), la magia de ése que ejerce su poder secretamente en la tramoya simbólica de las imágenes se dirigía a liberar ante la muchedumbre las formas ocultas de lo que ha de venir, y a “poner en forma” al espectador para lo que tiene que asumir como su destino, mediante su participación, involuntaria pero gozosa, en una bella escena, a la que se suma por mímesis, no por demostración. Más que el perfume, lo que se deja en el espectador es una primera solución gozosa y “prêt-à-porter” a la tarea de éste para con la Imaginación colectiva, una participación en un ideal que Veidt maneja racionalmente y al que desea dar un destino y una utilidad racional, pero que requiere que se aproxime al espectador dentro de un elemento esencialmente pre-racional e irreflexivo, para ejercer su influjo en éste, asumiendo que no es posible lograr en él una educación duradera, y dejar así una impronta basal para su desarrollo psíquico posterior, cuando ésta se basa en un razonamiento controlado. La nostalgia a la que alude el perfume, resulta, no era tanto referida a una juventud perdida como a una juventud que ni siquiera ha tenido lugar, y que, ocultando su hechura atemporal, se muestra como algo que va a tener lugar realmente cuando la masa comulgue con el fondo oculto del anuncio. Toda publicidad, como artefacto teatral entre los sentimientos y una capacidad racional finita, es participación de una posibilidad que merece la pérdida de algo presente, como una participación de lotería es ya un motivo suficiente para una pérdida económica casi segura; también es participación de algo más elevado, y por tanto, referencia insuficiente en el ser pero necesaria en el presentar algo ausente a los que todavía no han llegado por sí mismos a su gnosis, como remedo de una realidad superior que está por venir o que ya ha venido y se ha olvidado. La previsión de Veidt / Ozymandias no es ajena a este papel de mediador oculto, medio compasivo y medio cruel, entre la fuente ideal de su acción racional y los que todavía no han alcanzado la madurez psíquica requerida para la transformación final; de ahí que Veidt, en su aspiración a secreto rey del nuevo mundo, no pueda dar la espalda a la preparación de los infiernos de la Imaginación para que, como fuente irrevasable de poder, éstos le permitan mantener la fascinación colectiva ahí donde le interesa tenerla focalizada. Ante este poder, exclusivo del taumaturgo o usurpado por éste a los dioses, no hay ninguna otra carta de la baraja que pueda imponerse: cualquier medida coercitiva que prohíba la primavera llega tarde, y por medios racionales, cuando todo el campo florece: la Naturaleza se impone a la Razón y lo que no necesita ser consciente se expresa como una herida permanente en el proceso de racionalización de lo real-racional y consciente. Ni desde la maquinaria superior del Estado político-social, religioso, y tecnificador se llega a sujetar, reparar y domeñar el pulso de los infiernos: en el caso de La Naranja Mecánica se ha matado la capacidad de obrar del protagonista en un reformatorio conductual, sin poder matar su deseo y sin acallar definitivamente sus impulsos agresivos, dejándolo en la fila de los perpetuamente infelices: se la ha enseñado a integrar una manera de represión, pero sin poder llegar a las fuentes de lo que tiene que quedar reprimido. ¿Y quién puede también educar y aliviar desde dentro esa úlcera que impide deshacerse de las causas antisociales del comportamiento, si ya no sirven los mejores medios de sujeción / subjetivación de la más potente organización –el Estado-Leviatán moderno- que ha dado la historia del género humano? Sólo quien desciende a manipular las fuentes de los Infiernos puede alcanzar un poder más largo que el poder de la superioridad bruta del Estado-Leviatán moderno, retratado pero exageradamente burlado en V de Vendetta, a partir del mito anglicano del dinamitero que casi voló la sede del Parlamento del Leviatán –y atención a ese casi, que lo ampara en una condena a perpetuidad que no habría tenido de haberse realizado. El enmascarado V es, a su vez, una figura salida de los infiernos, en el sentido en que aquí estamos viendo: en lugar de ser el manso obediente del buen Señor, es la energía desencadenada, la rebeldía ágil y explosiva que le falta a los Cielos de William Blake, con una expresión que –al menos en principio- se da en términos de acción directa. Su concreción individual como elemento disidente y herida perpetuamente sangrante es indiferente: cuando se quita la máscara puede ser cualquiera que haya sido desechado por el Estado-Leviatán totalitario. Pero esto, pese a la inferioridad numérica, le deja en una posición en la que no tiene nada que perder: la simpatía de las masas por los líderes neofascistas, así como su obediencia, no tiene más sustento que un momento de terror, parcialmente racional, parcialmente irracional, a la nueva guerra nuclear: se trata de un poder dependiente de las circunstancias y de una forma tosca y miope de la psique, esencialmente vinculada a su aspecto impersonal y másico, destinada al inmovilismo e incapaz de renovarse de modo satisfactorio. El Estado-Leviatán anglicano pintado en V de Vendetta, más allá de su talla, es la materia inerte y pasiva de un estado de nigredo espiritual que, como en la alquimia, tiene que dejar lugar a otra cosa. V, por contra, es eternamente renovado y resucitado, como el chivo expiatorio de la teoría de la mímesis de René Girard (1), una función esencial a la estructura total de la racionalidad finita y el sentimiento en la comunidad humana, por lo que su significado no puede desaparecer en el momento en que se supere el miedo postnuclear: V seguirá resucitando cuantas veces sea necesario, pues su función sale de la misma constitución de la vida en movimiento interminable. Paradójicamente, al caer el régimen del Leviatán anglicano, será el propio V quien salve al joven inspector de policía que andaba tras sus pasos de ser linchado por una multitud revolucionaria que, igual que antes obedecía, ahora desobedece y apalea sin atenerse a razones ni atinar en sus sentimientos. Como una necesidad interna permanente (no impuesta por ninguna instancia exterior) frente a toda vida psíquica que tienda a hacerse másica e indeferenciada, como una mezcla misteriosa de razón y sentimiento, de entendimiento y cuerpo, que impulsa la mejora permanente de los hombres concretos, V vuelve a entrar en acción como un mensajero de las energías infernales y agita la renovación como un fuego permanente. Esta función positiva de las energías del Infierno, en cuanto fusionables con las del Cielo, ha ido quedando olvidada en las posteriores obras de Moore, como muestra el que haya ido sustituyendo el interés en la doble función heroica-antiheroica de sus personajes-tipo por el anuncio de la virtual colonización de lo real por los hongos de Yuggoth, poniendo la lucha entre lo real y la ficción más allá del interés que la transformación de lo real en cuanto real por la ficción (en cuanto presente en la psique real) pueda ir teniendo.


Revelación final de V a las masas: su doble papel como potenciador y revulsivo frente a la multitud, como Razón y como Energía infernal (en el sentido de W. Blake), como héroe y antihéroe, como Batman y el Joker, tiene en este caso una función positiva en su conjunto. Posteriormente, la "segunda navegación" de Moore irá decantándose por una lectura pesimista de la doble función, optando éste por invitarnos a esperar más del papel del poeta y el ficcionador que del papel del hombre de acción: "hay quien miente para decir la verdad", advertía V.



Aunque en From Hell se nos cuenta que la fiesta del 5 de noviembre, aniversario del fracaso de Guy Fawkes, deja lugar a un apaleamiento colectivo, parcialmente racional y parcialmente irracional, y siempre en eterno retorno, del monigote del rebelde antiheroico (Moore y Campbell le dedican unas viñetas a la noche del 5 de noviembre de 1888, pintando la tradición anglosajona de la Noche de Guy Fawkes, o Bonefire Night), también sabemos por René Girard que la función del chivo expiatorio es la de recibir los palos, desplazar la culpa, regenerar los vínculos de la comunidad y permitir la continuación colectiva del mundo, entendiendo esta tarea no como un resultado fijo, sino como una puja por alcanzar lo habitable a la espera de lo utópico, en una época en que ni la Razón del género humano ha alcanzado su etapa final (ilustrada) ni es posible regresar a una vida dominada por los mitos. Veidt se encuentra justamente a un paso de abandonar para siempre la lógica que hace necesarios los chivos expiatorios como función antropológica y cultural. Posiblemente, con él se quemen el último monigote de Guy Fawkes y se desvíe la atención hacia el último chivo expiatorio (chivo ficticio: pues los chivos expiatorios reales que él pone en el altar son muchos otros habitantes de Nueva York). Ozymandias tiene que conseguirse un monigote semejante al de Guy Fawkes, y a ser posible, tan firme en su significado como el monigote del conspirador dinamitero, para así culparlo de la muerte de millones de habitantes de Nueva York en la etapa final de la infantilización del género humano. Al escoger la máscara de un terror extraterrestre adecuado al panteón de Lovecraft ha elegido un origen para su poder mucho más infernal que el que sustenta el régimen de la Inglaterra de V de Vendetta. Lovecraft tenía que ser la primera referencia silenciada para el diseño del chivo expiatorio definitivo (el monstruo-calamar de Nueva York), y no otra. La elección fisiognómica de tentáculos y una apertura facial con forma de vulva no dejaba lugar a dudas: estábamos ante un hijo de Yog-Sothoth, que es la llave y es la puerta. Sr. Snyder: la sustitución del monstruo por el Dr. Manhattan fue una maniobra racionalista, pero con eso sólo deshizo toda fidelidad posible para su adaptación, por lo que ésta perdía su conexión con el resto de la obra de Moore. Quizás –y ahí la tesis paradójica del Moore de Providence- el tal Lovecraft sí llegó, pese a la ignorancia de los miembros de la Estela Sapiente y de su abuelo materno, a desempeñar el puesto de Redentor, pero no desde luego como nadie hubiera esperado, ni si quiera como el propio Howards hubiera esperado. Al no dedicarse a actuar heroicamente, sino a poetizar, llegó –sin saberlo- a cumplir un papel crucial para el levantamiento final de los Infiernos: un acto mágico que se prolongado y ha dado frutos mucho después de su muerte. Él, y no el hijo de la Luna mediocre de Oliver Haddo (Harry Potter) se ha merecido, a juicio de Moore, un punto y final en la historia de la ficción. Él, Providence, pero siempre con la ayuda de un heraldo hermafrodita (Robert Black) que, sin embargo, sólo buscaba hacerse un renombre como escritor tras la pérdida de su amante.


El tema de la puerta (a otras dimensiones) se vuelve a poner sobre la mesa con la aparición del monstruoso "calamar" alienígena en la Nueva York de Watchmen. El diseño del "calamar", la gran máscara de los planes de Ozymandias, sólo podía tomar el hilo de la ficción de Lovecraft y los suyos y seguirlo hasta el final.


La clave del poder superior, que es estético y espiritual (metafísico, pero no por ello menor o más débil), exige ganarse el derecho a (o más bien privilegio de) hipnotizar al espectador con las bellas artes o con los géneros de entretenimiento derivados de éstas (incluyendo el cómic), para imprimirle la forma oculta o ideal que transforme y forme su sensibilidad, una vez éste baje la guardia ante el espectáculo; pues hacerlo mientras tiene la guardia alta resulta en una violencia directa y palmaria que sólo tiene el efecto precario de un corsé. Es este poder superior, por tanto, el privilegio de educar sin instruir y formar el “a priori” socializador necesario del que ha de venir la personalidad o subjetividad del individuo, su participación de la comunidad; pero educar y convencer sin tener que acudir todavía a la retórica, sino a la poética, y en ningún caso a la lógica. La propaganda política llega demasiado tarde cuando ya hay un ideal diferente operando en la sensibilidad, y es por esto que suele acompañarse de la lógica de la vigilancia y el premio. El “vencer sin convencer” achacado por Unamuno se tuerce hasta el punto de resultar que la convicción se hace, más que con palabras, con el ensalmo que anteriormente se ha ejecutado sobre éstas: quien se encuentra en disposición de convencer, ha vencido ya sin entrar en el campo de batalla; quien se encuentra en disposición de convencer, podrá, mediante la retórica, espolear todos los demonios e imponer el destino que temen todos los razonamientos. 



La cacería salvaje o Wilde Jagd (1889), lienzo de Franz von Stuck. Reproducido en From Hell como parte de los hechos de 1888 que explicarán el surgimiento cultural del movimiento nazi. ¿Copió el joven Adolf Hitler para su persona la apariencia del dios germano de la caza en este lienzo o ambos fueron inspirados por un tercero?

Antes comparábamos la diferente actitud de los dos grandes antagonistas de Watchmen frente a la costumbre de sentarse al televisor y participar de su contenido. Edward Blake, el Comediante, se deja recrear y poner en una comunidad de ánimo por los encantos de Venus, cuando se reclina en su sofá y se deja llevar en volandas, sin pedir ni poder recibir más explicaciones, por los amorcillos de un anuncio televisivo. Ahí, en ese momento, el Comediante ya no necesita mantener la guardia alta: pertenece gozosa y bobaliconamente a una comunidad que está más allá del mundo en que ha tenido que llenarse las manos de sangre. La comunidad se ve en el teatro tanto como se ve en el rito de la misa, y se hace tanto en una como en la otra, y en ambas mucho más que cuando los policías calman a la fuerza los ímpetus de una multitud que sólo sabe celebrar las saturnales y dejarse el alma en la borrachera del desorden público, pero cuyo malestar no recibe expresión adecuada, sino apenas sintomática; ahí, en el teatro, en la misa, en la penumbra televisiva del recogimiento en el hogar, con la guardia baja, en la supuesta intimidad protectora y en la clara inclinación a la asertividad del papel de espectador, es cuando se puede recibir más –bastante más- que el mero entretenimiento gustoso: se recibe la educación inútil, pero decisiva para cualquier aprendizaje posterior. Los poderes de subjetivación no son, primeramente, los poderes de represión y de instrucción coercitiva del Estado, sino los que alientan e imprimen cualquier ilusión adquirida y desarrollada desde las fases de embrión, cuando se está en lo que no se es más que en lo que se es. Cualquier inocente entretenimiento puede llevar una carga de profundidad que nos devuelva los ecos de una ciudad hundida hace eones, liberando formas que atraigan y transformen pasivamente a los que se dejan entretener; en cambio, los palos administrados por las fuerzas del orden llegan cuando ya el sujeto está activo, formado y en disposición de manipular y trabajar, de dar instrucciones y de recibirlas, de en suma, hacer vida extrauterina y no esperar el alimento espiritual y corporal del cordón umbilical. Batman o Superman no llegarán nunca a tiempo, sino que los malvados les habrán crecido antes, tan largos como sus respectivas sombras. En la vida pública ya hay un papel y unas defensas activas levantadas por el sujeto que limitan el efecto de los correctivos del Estado y los convierten en traumas exteriores; pero, ¿quién no queda expuesto y maleable como una arcilla blanda desde sus extrañas cuando renuncia como espectador a esa acción, cuando se permite relajarse y recrearse sin poder renunciar al mundo, retomando el papel paciente del que recibe el alimento a través del cordón umbilical, del que se transforma sin que su acción calculada sirva para nada, del que pone su actividad sin objeto externo que la recoja, del que sueña lo que conoce, del que asume su matriz como un primer cielo?

“Inmortales, los mortales; mortales, los inmortales; viviendo unos la muerte de aquéllos, muriendo los otros la vida de éstos”.

Digan esas palabras del Heráclito de Éfeso lo que digan, tengamos clara la advertencia de Aquiles: el juicio de Paris acerca de la belleza nunca tendría que haber dado lugar a esta penosa historia de luchas entre protagonistas y antagonistas, sino al más alto rapto poético. Ahora ya es tarde, siempre tarde, para desandar el camino.


El Incendio de Troya, por Juan de la Corte (colecciones del Prado). Olvidando que la guerra de Troya tiene su causa inmediata en un recreo placentero sobre la máxima belleza (el episodio del juicio de Paris), la ficción posterior a la Ilíada no sólo ha reflejado el carácter arquetípico de aquella guerra, sino que ha culminado en la repetición real de la escena entre los hombres. Antes de Homero, la psique colectiva, no dividida entre la realidad y el mito, no hubiera necesitado un proceso de reconciliación con lo divino. El carácter modélico y transcendental de la guerra entre la liga aquea y los troyanos es algo real; ahora bien, no sabemos, a día de hoy, si Troya y su guerra estuvieron ahí como algo realmente ser, o sólo fueron un motivo imaginario, resultado de los cantos recopilados por Homero. La arqueología excava hasta que la barrera entre la historia y la mitología queda realmente difuminada, por la imposibilidad de terminar de ubicar hechos y personajes que no dejaron nada escrito, pero sobre los que se escribe y canta. Con todo, los resultados de la leyenda no son ficticios, sino reales: Alejandro de Macedonia tomó tan en serio su aspiración a igualar las hazañas de Aquiles en el combate que unificó los imperios del mundo antiguo, y los propios romanos quisieron presentarse como descendientes del exiliado Eneas. La fijación con comprobar que la guerra de Troya fue tal, y que fue real, parece abundar en la objeción central de la lógica de la verdad al carácter ya completo y autosuficiente de la ficción: tenía que ser real, porque siendo real, sería todavía mejor. Pero, ¿es que algo es ya algo más cuando completa su ser con su existencia en un tiempo determinado? No así en la vida antigua, donde tantas veces se ha querido señalar la emancipación del logos respecto al mito, que culmina en el espíritu de la sofística y el escepticismo. El logos en realidad nunca se ha separado del mito: el mito se reanuda en cualquier momento, porque gran parte de lo que tenemos que dar por real e histórico viene del mito.

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NOTAS AL TEXTO

(1) Véase "The Philosophy of Christopher Nolan", en https://youtu.be/yCyeiGXgHig Aplicación de la doctrina de la mímesis de René Girard y el conflicto constitutivo de las sociedades históricas a la trilogía del Batman de Christopher Nolan.





La magia, una cuestión de conjunto (y IV)

 

El underground cultural también está en los infiernos. La baja cultura no defrauda. Aleister Crowley en la contracultura de 1969 y el mal viaje de Mina Murray. El largo hacer de la Providencia.


En relación al fenómeno moderno de la publicidad, así como al de los folletines ilustrados “para el gran público”, e incluso al de la pornografía y el sensacionalismo, la pareja Moore-Campbell en From Hell, al igual que la pareja Moore-Gibbons en Watchmen, ha ido dejando “sin necesidad de decirlo” una colección dispersa de evidencias gráficas que señalan la necesidad de poner en claro su verdadero papel cultural (antropológico): viñetas en las que los personajes desfilan ante grandes fachadas del Londres de 1888 en las que los rótulos y reclamos publicitarios saturan el campo visual, o escenas en las que los personajes no hacen sino hojear un cómic de piratas o ver la televisión, llamando la atención sobre el potencial mimético que se pone en juego, más allá de la psicología individual, en el despliegue de estas técnicas cotidianas de socialización circunscrita a un momento histórico, que tan rápidamente quedan soslayadas por la historia cultural. En Watchmen las referencias a la televisión, a las paredes cubiertas de cartelería, los rótulos publicitarios, etc… parecen ocupar un espacio temático más, tan importante con el de la acción de los personajes principales, hasta el punto de que es en una pintada callejera donde se lee la pregunta “¿quién vigila a los vigilantes?”. Y esa referencia se acompaña de todo un coro anónimo integrado por la cartelería pegada a las paredes, por los tumultos callejeros, por jóvenes integrados en su propio disfraz de tribu urbana y siguiendo a bandas de música que pasan del underground a llenar grandes coliseos. Ese escenario de los suburbios, museo de las formas arrabalescas de las bellas artes y el underground cultural, parece ofrecer un reflejo dentro de la forma general de la ciudad moderna de los fenómenos descontrolados que se mueven en un plano intermedio entre lo cotidiano y lo inconsciente, tal como los barrios de inmigrantes y los sótanos de vetustas casas son para Lovecraft un lugar donde se empiezan a manifestar las influencias de los dioses olvidados. Hasta el punto de que, llegados a la historia de Neonomicon – The Courtyard, necesariamente ambientada en los suburbios, caemos en la cuenta de que el personaje de Jhonny Carcosa, de una edad indeterminada, bien pudo ser el modelo (aderezado al gusto de lo que debía ser la América de la opulencia post-bélica) que inspiró la apariencia del Elvis Presley, desatador de histerias e hito de la nueva juventud: pues no sabemos si es el Rey Amarillo quien tomó el aspecto de “el Rey” para aparecerse miméticamente en su forma del siglo XX, o si fue esta epifanía del eterno Nyarlathotep la que inspiró, en un rapto macarra, el aspecto escénico de ése que iba a ser Elvis Presley. Sea cual fuera el original y sea cual fuera la copia, Jhonny Carcosa se deja ver entre los asistentes a un concierto de música rock gótica (Los Gatos de Ulthar), entre jóvenes tatuados con esvásticas y martirizados por la moda de las perforaciones cutáneas, para luego desaparecer durante una redada como una figura de una pintura mural callejera donde las dos dimensiones se confunden con los paisajes de Yuggoth, el planeta olvidado. De nuevo, un agente venido de los infiernos apunta la importancia mágica de un elemento trivial del escenario callejero contemporáneo –una pintura mural, en este caso- sobre el que deja las pistas que pueden conducir a la locura.



Jhonny Carcosa, también llamado "el Rey (de Amarillo)", da la cara como público y como musa siniestra de un concierto de punk-rock gótico, entre medias de la juventud disconforme y disforme. El argumento de The Courtyard se desarrollará posteriormente en Neonomicon y en Providence, donde en un excurso final, el Sr. Carcosa nos expondrá, en términos humanamente comprensibles pero indeterminados, qué es lo que hace el lenguaje Aklo con el que el trafica clandestinamente. En su cuarto vemos retratos de personajes populares del siglo XX: el Papa Juan Pablo II, Marilyn Monroe y Elvis Presley. Si Elvis se disfrazó de él o si él se disfrazó de Elvis es una cuestión para otro momento.


Seguir esta evolución de movimientos anónimos y modas pasajeras, cambios del gusto e infatuaciones colectivas que, sin hacer ruido, desgasta y vuelve a moldear la parte enterrada de nuestras vidas, es una tarea desconcertante y aparentemente exenta de lógica. Por más que se desee recurrir a Hegel, al materialismo histórico, o a la explicación funcionalista, siempre queda la deuda explicativa de por qué hay generaciones y movimientos discontinuos en el progreso de la literatura, estilos en las bellas artes, nuevos e imprevistos intereses por ciertos géneros de figura ficticia y por temas de series / melodramas televisados, o determinadas modas en el vestir, siendo sin embargo posible que, en lugar de todo esto, existiera una adaptación de los gustos generales que resulte meramente pragmática, en la forma de una cultura eterna universal que no necesite más que modificar alguna variable para engarzar con la vida de los individuos y los colectivos, sin tener que hacer el esfuerzo de producir e introducir una auténtica novedad que tome un rumbo imprevisto. Mirando las novelas de J. Verne se puede decir tanto que el género de la ciencia-ficción viene del mundo de finales del XIX como que el mundo del siglo XX viene de la ciencia-ficción de las novelas. No hay tal diferencia de nivel ni sobreposición de la “superestructura cultural” respecto de un supuesto cogollo económico o núcleo determinante del resto de la vida histórica. Mirar la galería formada por la escenas cotidianas de la vida cultural y las modas decorativas características de diferentes décadas y momentos de un lugar puede dar lugar, a posteriori, a un reconocimiento de un cierto desarrollo epigenético o “autodirigido” entre esa plétora de expresiones aparentemente triviales, que apunta a un ideal en evolución, como si estuviéramos viendo las fases de la vida de un solo sujeto en un corto lapso de tiempo, desde las fases embrionarias hasta su madurez: el desarrollo de la “ninfa” (acaso ninfa siniestra) que, ágil como una corza, salta de momento en momento entre los árboles y matojos de un bosque lleno de claroscuros, nos da atisbos de sus formas de vez en cuando, pero nunca se deja capturar en una fotografía definitiva, obsesionando siempre a Psique con el enigma acerca de cuál es la buena forma que recorre y explica el conjunto de sus transformaciones; es movimiento de coherencia ajena a nosotros a priori, pero reconocible a posteriori, hasta que se nos escapa de nuevo con un giro súbito de su dirección al correr hacia un lugar inesperado, haciéndose extraña a sí misma, y dejándonos como última conclusión la conjetura permanente que puede pervertirse hasta la locura. Encajamos esto con el desfile de estampas a cámara lenta con que, también, nos regala la adaptación cinematográfica de Watchmen inmediatamente después de matar al Comediante, mientras suena “Times -they are a changing” de Bob Dylan –otro tanto para el Sr. Snyder. De un triunfal comienzo de los Minutemen durante los años de la II Guerra Mundial pasamos, en una misma galería del largo museo de los paisajes culturales, a la huelga policial y el grito popular inarticulado que conduce a comienzos de los 80 a la prohibición de los justicieros enmascarados.


Si a mediados de la década de 1960 "los tiempos andan de cambios" en la América de la opulencia, nos podemos preguntar cuál fue el papel de la música popular y sus apóstoles en ello, tal como nos tendríamos que preguntar cómo los cantos recopilados por Homero en La Ilíada dispusieron el mundo de los griegos antiguos para el triunfo final de Alejandro el Macedonio.

El Hollis Mason de Watchmen se queja en su autobiografía (apéndices de los primeros números de la serie) de ese extrañamiento cultural que, tras vencer al Eje en 1945, lleva a que los jóvenes americanos prefieran la causa del joven rebelde sin causa o el beatnik -y después el movimiento hippie, el rock de los 70 y la contracultura- antes que los valores que América había propuesto al mundo, un giro involuntario y espontáneo de la cultura que finalmente decretará la prohibición de los justicieros enmascarados y el olvido de los superhéroes. Y por otro lado, comprobamos que las sucesivas formaciones de La Liga de los Hombres Extraordinarios: Century con una inmortal Mina Murray a la cabeza, se las tienen que ver en el siglo XX con los diferentes paisajes humanos que van desfilando ante sus ojos, desde la Europa de 1910 en que se está preparando la Gran Guerra –con Francia y Alemania ya defendidas por sus respectivas réplicas de la Liga de talentos British- hasta el reflejo en la juventud insular del éxito del rock de Elvis y compañía en los EEUU de los años 60, con el vuelco hacia el Infierno que esto habría de dar tras el concierto de 1969 de los Rolling en Hyde Park –Black Sabbath, Led Zeppelin y Deep Purple se encargarán de hacer sonar el réquiem por los Beatles inmediatamente después. Es en la sucesión de los tiempos, las modas, y los nuevos movimientos (vistos como “contraculturales”) a los que se suma la juventud, mientras vamos siguiendo los infortunios de la Liga de los valedores extraordinarios de Inglaterra, donde la atención a las modas se convierte en un continuo (y obligado) acompañamiento. Y el papel de los Hombres Extraordinarios en esta sucesión, como el de sus rivales, no deja de ser paradójico, inconsciente y precario: si en 1910 le desvelan al ocultista Oliver Haddo / Crowley, en un heroico y torpe enfrentamiento, que éste había de tener un plan para engendrar con artes mágicas un hijo de la Luna que pusiera el mundo del Imperio Británico patas arriba –cuando él en realidad no estaba en ello hasta ese momento-, dando pie a la Gran Guerra poco después, en 1969 descubren que, en mitad de la efervescencia del hippismo y el rock británico, de la revuelta contracultural, y con ocasión de un concierto de los Rolling Stones en Hyde Park (Rolling Stones o Purple Orchesta, o como tengan que llamarse), el ocultista moderno va a tomar las riendas, desde un nuevo cuerpo, de las influencias mágicas que este acto contracultural ha de ejercer sobre la juventud congregada, para así propiciar el advenimiento del hijo (o de la prole, más bien) de la Luna. En el momento culminante del concierto de Hyde Park, el acto mágico, que no puede sino tener lugar ahí, entre las masas congregadas por las energías rebeldes y antipuritanas de los infiernos, requiere que resuene en miles de cabezas Simpathy for the Devil. Mientras el nuevo rock británico queda oficializado, oficiado y consagrado como señal del fin de las viejas formas en dicho acto, son liberadas las nuevas maneras de ser que hasta ese momento no tenían carta de naturaleza. Y sin embargo, gracias o a pesar de la intervención de Mina, cuya acción precaria y bienintencionada desvía el plan del ocultista, los actos de Haddo se le tuercen más allá de sus intenciones, para que otra cosa –igualmente mágica- siga adelante: estas nuevas maneras no serán ni lo que el antagonista Haddo buscaba producir ni lo que la protagonista temía perder, sino lo que el propio terreno de la Imaginación había decretado. Al final del volumen The League(…): Black Dossier, de la misma serie, un emisario negro, probablemente Nyarlathotep, se cruza con Mina y Quatermain durante su visita al Mundo Llameante (Blazing World) para seguir el desarrollo de su plan, encaminado a recobrar para los habitantes de Fantasía el estatus usurpado por lo real, “lo que es ser”. El resultado del acto mágico no será nunca ni exactamente el hijo de la Luna buscado por Haddo, ahora convertido en otro agente más de un plan que le supera y que se le va de las manos, ni la preservación del Imperio Británico y el bien común a la que se debe la Liga, pues el nuevo rock británico ya ha roto irreversiblemente el espíritu apolíneo de la bella eticidad nacional británica. El enfrentamiento protagonista-antagonista desvela que esencialmente, cada uno buscando lo suyo y actuando desde su lado del escenario, colaboran en una acción que está más allá de las potestades e intenciones de ambos, que como Batman y el Joker, nunca podrán separarse: los actos de unos, conjugados con los de otros, desbordan su significado hasta parecer encaminados por los planes de un tercero, o más bien impulsados por la dinámica de las fuerzas combinadas de los cielos y los infiernos, cuyo fin final sólo se manifestará andando los tiempos, dando lugar a nuevas épocas de por medio (“la Providencia”, esto es, Providence, da cuenta de ello cuando ya todo nuestro razonamiento es inútil). Como resortes de una maquinaria teatral que los envuelve, ninguno de ellos, ni protagonista ni antagonista, llegará nunca a ocupar el lugar del autor dramático, si es que propiamente existe autor y no una improvisación impersonal que va siempre por delante de los actores. El malvado ocultista queda apartado del éxito previsto de su plan, y sin embargo ha servido como un agente necesario. Pues como bien cantó el poeta Ozzymandias (Orborne) en memoria del que acaba de fallar y ha hecho fallar a Mina:

Mr. Charming, did you think you were pure?
Mr. Alarming, in nocturnal rapport
Uncovering things that were sacred
Manifest on this Earth
Ah, conceived in the eye of a secret
And they scattered the afterbirth
Mr. Crowley, won't you ride my white horse?
Mr. Crowley, it's symbolic of course



Un "mal viaje" de Wilhelmina Murray en 1969, durante un fracasado intento de posesión (infernal) del ocultista Oliver Haddo sobre la persona predispuesta de Mick Jagger, mantendrá a la Liga de los Extraordinarios Valedores de Albión fuera de escena hasta 2009, año en que el paisaje de Fantasía espera la llegada apocalíptica del hijo (mágico) o Anticristo, habiendo resistido hasta entonces a base de mujeriegos agentes 007.


Escuchamos otra vez: “descubriendo cosas que eran sagradas / manifiestas sobre esta Tierra / de un secreto en el ojo concebidas / y [que] dispersaron la placenta“… y preguntamos otra vez: ¿la placenta de qué o de quién? Como espectadores, nos vemos envueltos en la misma ignorancia que el dúo protagonista / antagonista en medio de la acción heroica. Pasando las páginas de La Liga, andando los tiempos, resultará que la placenta esparcida por Crowley a los cuatro vientos es también (aparentemente) la caricatura de sus propósitos de engendrar un hijo de la Luna, pues el resultado del plan del ocultista se agotará en algo –o más bien en alguien- cuya llegada el propio Haddo / Crowley no podía divisar, y que él percibe como el fracaso en su única oportunidad de liberar el fuego de ese apocalipsis mágico que buscaba desde 1910. Al encontrarse en el colegio oculto (Hogwarts) con su hijo de la Luna, siendo ya éste adulto, el antagonista mostrará su decepción, aceptando que sus actos han quedado expuestos a un resultado ridículo: “eres un Anticristo banal, un hijo de la Luna trivial”. De un acto mágico interruptus sólo ha podido salir un hijo de la Luna deforme: el subsuelo infernal de la Imaginación del mundo contemporáneo, parece ser, no albergaba materia ni mana suficiente como para dar lugar a un Hijo de la Luna como es debido. Igual que los sucesivos 007 (el nuevo héroe British) con los que se va topando Mina en sus tratos con el MI5 británico son unos sustitutos triviales de los amigos de Mina -Allan Quatermain, Hyde, Nemo, el hermafrodita Orlando y compañía-, el enemigo con el que se van a encontrar finalmente no será sino un Anticristo light: el reflejo, el correlato ficticio (o una semilla ultraterrena) a la medida de un mundo en el que hay matanzas con arma de fuego en los institutos de secundaria e invasiones humanitarias preventivas por parte del Imperio, a las mismas tierras donde antes llegaban las falanges de Alejandro Magno: mal banal para muchos, mal sin el recorrido que podían tener los planes de los primeros enemigos de la Liga (Moriarty, Fu Manchú, los marcianos invasores de Welles), pero mal, a fin de cuentas. Y ojo: quien, en la trama ficticia donde habitan Mina y La Liga(…) resulta el antagonista final según la lógica interna del espejo de la ficción, se replica como el protagonista final en la cultura de comienzos del siglo XX, de acuerdo con la lógica de la trama de lo que realmente es ser, en la que estamos nosotros –concedamos que Moore anda ya más allá que acá. Y es que, después de Harry Potter, ¿habrá alguien capaz de merecer un nuevo volumen de La Liga, o sólo ya el vacío insípido de los maniquíes, que nos compele a rebuscar un mejor entretenimiento en los ajados libros de nuestros abuelos?


 


Ambientado en los años 50, La Liga(…): Black Dossier presenta una Inglaterra donde ya ha aterrizado el espectro de la Guerra Fría, la carrera espacial y el agente 007. Por supuesto, se dedica una atención especial a la publicidad comercial de la época, como ya había sucedido en From Hell. 

 

 El hecho ficcional a considerar y desmadejar dentro de la conclusión de Alan Moore es éste: para saber algo del tullido y paticorto hijo de la Luna / Anticristo (anglicano) que resultó del acto mágico supuestamente fracasado en el concierto de rock de 1969, tenemos que fijarnos en el repentino interés generado en las masas juveniles por la figura de un cierto aprendiz de magia y hechicería de finales del siglo XX, cuya frente lleva la señal de un destino funesto. Dejando aparte juicios y prejuicios estéticos y literarios, es necesario que aceptemos como un hecho social y ficcional significativo la existencia de un Harry Potter y su importancia y aparición en el paisaje de la Fantasía del mundo contemporáneo. El día que la señorita J.K. Rowling comenzó a escribir la primera página de HP y la piedra filosofal, algo nació de verdad y se transformó efectivamente en el paisaje oculto bajo las tierras occidentales en el que habían existido los personajes de la Odisea, a medio camino entre la realidad y la ficción, entre el ser y el no-ser; o más bien, algo se removió ese día en los infiernos de la Imaginación, y J.K. Rowling tuvo que escribir algo para dejar constancia de ello. Sí: decimos –siguiendo a Moore- que algo hay necesariamente inspirado en lo que ha dejado escrito J.K. Rowling, aunque no desde luego como contaba Aleister Crowley que le habían inspirado su Libro de la Ley. Para terminar la historia de la Liga de los valedores de Albión, Moore ha tenido que asumir –o ha tenido que poner la vista en- la aparición a finales del siglo XX, como inmediato fenómeno de masas, de una serie de novelas juveniles sobre estudiantes que acuden a una oculta escuela-internado de magia (British style) mientras se les viene encima, o se van echando encima, el cataclismo de la resurrección de un Señor Oscuro de las artes mágicas que desprecia a la humanidad no-mágica (unas artes mágicas, por cierto, presentadas y representadas en su componente más similar a la manipulación tecnológica moderna de los fenómenos naturales, sin entrar en complicaciones metafísicas sobre el sentido de la alquimia). Como veníamos explicando, Moore relaciona la aparición y –atención a lo que viene- el éxito social espontáneo de esta serie de noveletas post-pulp con el fracaso de Oliver Haddo / Crowley a la hora de generar un antimesías mágico en Inglaterra mediante artes mágicas. En algún momento, la manipulación infernal (frustrada) realizada en 1969 por Haddo durante el concierto de los Rolling en Hyde Park y en todos los años que llevan a dicho concierto como su hito visible, colaboró en la preparación de este advenimiento de un nuevo interés por lo mágico y por su paradójica banalización. The Magical Revival (1972) de Kenneth Grant, como El Libro de la Ley de Crowley de 1904, han puesto hitos de la nueva magia (la post-psicodelia y la moda burguesa del ocultismo de comienzos del XX) y después reverberado sus influencias en el inframundo de los espectros contemporáneos, hasta verse definitivamente ridiculizados, incomprendidos y caricaturizados en este súbito e inexplicable interés generado por la figura del Sr. Potter, a causa y a pesar del aparente éxito cultural del Imperio Británico. El Sr. Moore no va a limitarse, ni mucho menos, a centrar su explicación del éxito de Harry Potter en la presunta eficacia de la maquinaria del mercado de consumo entusiasta para la generación de deseo entre los inermes espectadores, sino que apuntará a algo que, viniendo formalmente dentro –o en el subsuelo- de la figura de Harry Potter y su entramado ficcional, permite que su peculiar género de acción teatral y su trasfondo de sentido, y especialmente éstos y no otros, sean inmediatamente aceptados como propios del mundo de los lectores jóvenes de finales del siglo XX. ¿Quién puede decirle a los jóvenes lectores infatuados de Harry Potter que su interés en dicha seria de novelitas para jóvenes se debe principal o exclusivamente a la necesidad de vender libros, muñecos y todo tipo de artículos vagamente relacionados con los personajes, y que es un epifenómeno de la verdadera función social -comercial- de esas novelas? Según lo que viene sosteniendo esta interpretación, la verdadera magia de Harry Potter no es la que se pinta en sus escenas cuasi-cinematográficas, sino en los actos que han preparado el subsuelo de la Imaginación colectiva para que dicha serie ficción llegue a ser, y llegue a ser exitosamente. Roturar un terreno oculto y bajo la capa accesible a los actos conscientes; roturarlo para sembrar una semilla de una especie desconocida y así, sembrar para cosechar un fruto desconocido en el futuro incierto, es algo que se ha tenido que hacer por quienes no hemos conocido directamente y en el día en que no pudimos estar presentes.





Y al hablar de The Magical Revival de Kenneth Grant, se nos da el último pretexto que necesitábamos para pasar a mortificarnos en público por nuestra culpable admiración, compartida por el chamán de Northampton, por alguien cuyo valor ha sido arrinconado en el terreno del pulp por los juiciosos y entendidos literatos y críticos culturales: Howards Philip Lovecraft. ¿Cómo me pueden explicar a mí que las historias de H.P. Lovecraft hayan dado ocasión a tanto merchandising andando los años y las décadas, cuando el propio Lovecraft murió en la penuria económica, y cuando su obra ha ido siendo objeto de una difusión siempre dificultada y limitada por el tipo de ficción que le tocó escribir? ¿Por qué Lovecraft no ha quedado olvidado una vez se dejaron de vender las revistas pulp donde se publicaron sus historias? ¿De dónde la fijación con la existencia de un Necronomicón fuera de la inventiva de Lovecraft, y por qué los intentos de reconstruirlo como una obra con existencia propia? La explicación de Moore, siguiendo a su manera la tesis de Kenneth Grant sobre el carácter mágico, inspirado y psicodélico de la obra de Lovecraft, creo que está sugerida en Providence, si entendemos que el argumento enlaza con lo que vemos al final de La Liga(…): Black Dossier: todo el devenir de la ficción hacia una entretenida pero insustancial versión contemporánea de los héroes eternos –léase 007, léase Harry Potter-, que nos dejan a nuestro alrededor un panorama desesperante de ficciones y ensoñaciones colectivas giligoyescas (goyescas por la deformidad que parecen haber tomado del estilo de los aguafuertes del fuendetodino) no pueden sino tener el sentido de hacernos asumir como salida deseable y creíble el cataclismo o la destrucción ficcional (que no necesariamente real) del mundo contemporáneo, e incluso de hacérnosla desear desde lo más hondo e incomprendido de nuestra sustancia cultural e histórica, desde el tuétano de eso que los seguidores de Freud siguen llamando el Tánatos (impulso de destrucción). Este devenir, que nos acerca inevitablemente a los cuentos de Lovecraft, responde a un plan providencial para devolver el ser de la realidad a su sitio tras el presunto paso “del mito al logos”, a un plan para restaurar los derechos del ser de lo ficticio frente a “lo realmente ser”, y además hacerlo en la única manera en que era posible: no a través de rituales reales ejecutados mediante técnicas manipulativas en el seno de la realidad (fracasan todos los que intentan batir a la realidad por medio de cultos prohibidos realmente ejercitados: unos tiroteados por el FBI y otros consumidos por fórmulas mágicas que no dominan), sino a través del relato ficcional de dichos rituales y cultos inenarrables, un relato que, como tal relato de ficción, debía comenzar en el canon imitativo de lo verosímil para luego desmoronarlo (de ahí el género de “horror sobrenatural”), llevando al lector desde lo conocido hasta la sugerencia más que suficiente de un horror ilimitadamente desconocido e incognoscible desde la lógica real; este relato, sin importar que se estuviera realizando hechicería en la realidad o no, debía darse a conocer a todo el mundo a través de alguien que viviera para dejar las esporas de la vida de Yuggoth esparcidas por la imaginación colectiva, y así permitirles colonizar el subsuelo a su propio ritmo y según sus propias formas (mágicas). De esta manera, Lovecraft, que escribía sin tener que preocuparse –como autodefinido racionalista- de aclarar que las fuentes de su obra eran fingidas y no hechos reales, se las apañó para difuminar con sus relatos la prohibición racional que separa el ser de lo que es del no-ser de la ficción en la intimidad de generaciones de lectores, mientras éstos andaban, como el Comediante ante su televisor la noche de su muerte, con la guardia baja. Y era fundamental –aquí el genial aporte de Moore- que esos relatos estuvieran virtualmente “dados”, “revelados” (en este caso, por un mensajero libre y bienintencionado: el periodista Robert Black, que traslada éstos a Lovecraft a través de un diario, y no por medio de espíritus); era esencial que esos relatos estuviera despojados de cualquier origen comprobable en la psicología efectiva e individual del narrador, y que se encontrasen ellos solos con el narrador adecuado, en el momento adecuado y el lugar adecuado: Norteamérica, resultado cultural de la diáspora de sectas minoritarias y sospechosos de brujería, hija del miedo a sus propios indios y a sus vastos paisajes; producto y causa de la colonización incesante del Oeste que se desplaza siempre hacia más allá y que nunca es suficiente –ad astra per aspera- , y primera nación en dejar la religión “como un hecho privado” por presunto amor del deísmo y el librepensamiento. En Providence, Robert Black se propone escribir –sin más- sobre la América oculta a la vista en Nueva Inglaterra, en la que él, como homosexual y extraño, tiene siempre puesto un pie, por bien que lo disimule con su éxito como periodista (otro personaje como el de Un pequeño asesinato). Esa Norteamérica pública y presente en los libros de Historia contemporánea era esencialmente desde antes una cara visible de un “país oculto”, con una vida soterrada oculta a la vista de todos, pero que luego cobra forma, o una pluralidad de formas: Yuggoth. El underground o subsuelo psíquico de su paisaje estaba preparado ya como el de ningún otro lugar-tiempo para albergar las fantasías sobre hechicería a las afueras de Arkham / Salem e hibridación con seres monstruosos y degeneración racial en los arrecifes de Newburyport. Joseph Curwen (El extraño caso de Charles Dexter Ward) o el patriarca Marsh (La Sombra sobre Innsmouth) producirán sin saberlo su último hechizo, siempre en favor del retorno de los dioses olvidados, por medio de la pluma del escritor que les tenía que dedicar su vida, y que después de salir de Nueva York para regresar a su ciudad natal, no pudo volver a hacerse esperanzas sobre encontrar en el mundo contemporáneo el encanto perdido de sus ensoñaciones sobre las ciudades de civilizaciones pasadas; ese escritor escogido, quien había recibido en la intimidad de su hogar, tanto los cuentos de Poe y Lord Dunsany como las historias orales de su abuelo sobre brujas y númenes de los bosques y mares de Nueva Inglaterra, será quien, fracasando como escritor racionalista, tenga el mayor éxito posible como mago (involuntario), con un lugar principal como transformador de la diferencia entre lo real y lo ficticio, y así, como explorador de las vías subterráneas de paso entre los sueños –o más bien pesadillas- y los paisajes reales de su país. En la América de Lovecraft, un homosexual como Robert Black, viviendo en las catacumbas de dicha civilización tan pronto abandonaba su máscara de soltero, era alguien íntimamente extraño a la normalidad aceptable y amigo del subsuelo; él, pese a su negro destino, era el elemento mediador que habría que poner en la rueda de transmisión entre las fantasías de la América oculta y el propio Lovecraft, para alejarla de su primera presentación como algo real –o semejante e inferior a lo real, como la pesadilla- y dejarla libre en su condición propia de ficción relatable. Sólo lo ficticio, en cuanto ficticio, podía dar lugar a una transformación del ser de lo real que pudiera difuminar esa supuesta anterioridad e impermeabilidad de lo que “es realmente ser” frente a lo que lo que no es. Sí: el delirio ontológico (e idealista) de Providence, verbalizado finalmente por una explicación del Rey de Amarillo sobre lo sublime terrible, se merece que le hagamos a esa magistral serie un estudio separado, pues por momentos, la doctrina ocultista se permite tomar el formato de una filosofía del ser en cuento ser. Las lecciones de filosofía idealista alemana con las que se justifica cómo el lenguaje Aklo (nombrar lo innombrable) permite esta evolución son la prueba de que o bien en Moore está la idea de Naturaleza de Schelling o bien Schelling tuvo algún contacto con la Sociedad de la Estella Sapiente, o con Swedenborg a través de Kant.



Providence: los disturbios callejeros de Boston en 1919 anteriores al acta Volstead (“ley Seca”) durante la huelga de los policías, son un antecedente sociológico que puede explicar el contexto de crimen organizado y atracos a mano armada donde aparecerían los cómics de superhéroes y los Minutemen de Watchmen en los 40. Pero explicar cómo la vida psíquica carente de individuación, reinante entre los que somos llamados “el populacho”, lleva a tal escenario, y luego gira para engrosar el esfuerzo de guerra contra el Eje, es un enigma que dejamos para los discípulos de Jung.  


De haber un libro o una amalgama de páginas y relatos entrecruzados que, como el Necronomicón o comoEl Rey de Amarillo de R.W. Chambers, conduzca a la locura –o al menos a la desesperación y al suicidio- al ser leído, y mientras desde el lado del ser no podamos recobrar lo que a dicho libro se le ha perdido para siempre en el no-ser, como páginas arrancadas y desperdigadas por los vientos en los paisajes de la umbría Carcosa, no tendremos que buscar la causa de dicha locura en lo que dice, sino en lo que no nunca llega a decir, porque cae del lado donde las palabras ya no llegan, pero donde el ser se rasga para dejar pasar lo que no es, como en el lenguaje Aklo. El conjunto de las obras de Lovecraft, los que le han precedido y los que le han seguido ejerce, a falta de un texto separado y manejable, reproducible y analizable como lo sería un incunable, esa función cultural que tendría el Necronomicón inspirado, sin que haya necesidad de que tengamos un Necronomicón canónico y real localizado en alguna biblioteca y realmente existente. El conjunto de las obras de Lovecraft, sus referencias cruzadas con “el círculo epistolar” donde se fueron labrando los mitos, así como su repercusión posterior, valdrían, hasta donde humanamente podemos llegar, como un corpus que, contemplado desde la distancia y con conocimiento suficientemente del mismo y sus implicaciones simbólicas y mágicas –según Moore- , conduce inevitablemente a toparse con la desesperación y acaso hasta la locura. Acabamos otorgando así a ese corpus de los mitos de Cthulhu, vicaria pero suficientemente, el lugar y el poder del Necronomicón, cuyas funciones viene a realizar igual: el título o lugar del libro que va volviendo loco a lo largo de sus páginas le corresponde, pues por el conjunto de la obra de Lovecraft los nombres de lo muerto han vuelto a esparcirse y a ejercer su influjo entre los hombres reales, preparando sus ánimos para un advenimiento ajeno a la lógica de lo real. Como el libro El Rey de Amarillo, mencionado por diferentes relatos y personajes en la obra homónima de Robert W. Chalmers y sólo presentado a retazos, lo que asoma la patita al recorrer y reconocer las implicaciones de los harapos de la capa del Rey (aunque sean ficticios) basta para llevar a la desesperación: la vestimenta del Rey de Amarillo –mencionada siempre bajo el problema y la obsesión sobre si es vestimenta o es su cuerpo- aparece en retazos, ondulante, hecha siempre jirones, múltiple, como sus apariciones en relatos desperdigados e insuficientes que fascinan y hechizan a quien intenta abordarlos seriamente, como debe hacerse. Aunque nunca vayamos a tener un volumen real conteniendo la obra llamada Necronomicon, su mera presencia y sugerencia ficcional a lo largo de las obras de Lovecraft y sus seguidores –incluyendo lo que el propio Moore haya podido añadir mediante la trama de Providence- ya es causa suficiente para que se cumpla su destino y su función, pues los retazos dispersos, sin tener peso real, rozan y hacen sonar suficientemente las cuerdas adecuadas en la Imaginación colectiva, llevando en sí ya la crisis final de ésta, y siendo el vehículo necesario de la locura y la desesperación/suicidio de los protagonistas: no la locura de un hombre, sino el rapto final de toda la Imaginación del mundo contemporáneo, culminada en la revelación definitiva de Yuggoth en las ciudades de Nueva Inglaterra. Ésta es, creo, la tesis última de Moore en Providence, y de ahí el papel de Redentor que se le reserva a Lovecraft; pero todo se verá más adelante, cuando podamos decirle un tiempo al análisis de esta segunda obra –aunque, por otro lado, según escribo estas líneas me doy cuenta de que, en efecto, mi corazón desespera, y quién sabe si la vanidad de firmar esas líneas podrá más que este presentimiento ominoso que nos invade al considerar.



Conocida es la referencia del melodrama televisivo True Detective al inexistente, pero no por ello menos poderoso, Rey de Amarillo. Hay también una serie reciente (Lovecraft Country) que hace pensar que el éxito secreto de la obra de Lovecraft se debe a que lo era ya cultura popular pulp en su tiempo y entretenimiento facilón tenía que volver a encontrar a su público en las masas, aunque fuera con retraso. Pero las masas para las que escribía Lovecraft resultaron llegar después de que su obra estuviera disponible. El Rey de Amarillo ha pasado de enloquecer a los snob decadentes de París que pintaba R.W. Chambers a mostrarse descaradamente a la muchedumbre, como si estuviera ya integrado para siempre –o para nunca, mejor dicho- en nuestro paisaje.


La magia, una cuestión de conjunto (III)

 

Réplica autoconsciente del espejo de Veidt: el acto mágico de Sir William Gull en From Hell y el valor sintomático y mágico de la publicidad en el siglo XX.


Revista ilustrada de sucesos de 1888, presentando a "Jack el Destripador" al público inglés (es reproducida por Campbell en los capítulos centrales de From Hell). El Dr. Gull sabrá aprovechar el significado cultural y antropológico de la figura pública del Destripador para sacar adelante su misión secreta para con el nuevo siglo XX.


De acuerdo con esta premisa es como William Gull ofrece a la Inglaterra de 1888 y a toda la posteridad, dictando palabras al cochero Netley, la carta periodística firmada por el fingido / proto-real Jack el Destripador: ha tomado el pulso a los movimientos de la Imaginación colectiva del Londres en que se prepara el siglo XX, con un vistazo a los barrios bajos, la prensa y los folletines ilustrados, y luego ha manipulado esos infiernos en su propio juego, sin imponerle ningún aditivo propio del saber liberal, apolíneo y salvífico que él se reserva para sí mismo (como buen masón), estando seguro de que el apetito de esa ficción dirigida (“ésa”, y no cualquiera) en la masa de los londinenses ejerce mayor ascendente que cualquier propósito racional de cambio y progreso social. La famosa carta de Jack el Destripador, recibida en un periódico con un pedazo de las vísceras de una víctima y continuada por otras de espontáneos imitadores, la firmará uno en la máscara de otro, pero es una obra colectiva, tal como hacen ver descaradamente Moore y Campbell en el capítulo central de Desde el Infierno: es indiferente que la hayan preparado el médico masón y su cochero, un pastor anglicano, dos adolescentes en un rato festivo, un pequeño comerciante o un banquero del West End, pues su esencia es la mímesis, la participación de una colectividad indeterminada y másica en un ritual cruento, con chivo expiatorio o con héroe incluido (A). Esto enlaza con “la ascensión de Gull”: en su tránsito final, el Dr. Gull se transforma en un espíritu terrible, generando apariciones portentosas (mágicas) y sobrenaturales en diferentes lugares y tiempos, hasta que finalmente tiene que ser retratado por William Blake -quien se las arregló para presentar El Matrimonio del Cielo y el Infierno- como una suerte de arconte monstruoso o ministro siniestro: porque el poeta verdadero, también desde la Imaginación, le acaba haciendo justicia al aspecto final del héroe, cuando ha habido verdadera magia. Artista y héroe oculto son, en esta teoría al fondo de la obra de Moore, aprendices de la Imaginación: pero sólo uno la ata y la intenta dominar, con un propósito ajeno a ella, para reírse del resto de los mortales y obtener un poder mágico exclusivo y secreto en mitad de una misión divina que exige poner víctimas sobre un altar.




Gull trabaja, durante su misión heroica y tal como indica en la carta pública firmada por Jack el Destripador, en el Infierno, o más bien -diríamos nosotros- en los infiernos de la Imaginación. Estos infiernos tienen su correlato en la cartografía del mundo real: los barrios bajos del Londres de 1888, donde los efectos de la Revolución industrial y el surgimiento del proletariado industrial y su sufrimiento se hacen más patentes.

Como decíamos, al sentarse enfrente de la pared y reconocer, en un mosaico de televisores encendidos -una obra colectiva pop cambiante en que se emiten publicidad o imágenes de ídolos populares, se reparten tendencias musicales o educativos melodramas- esos patrones y confluencias que las masas humanas muestran en sus movimientos generales y sus apetitos irreflexivos, Veidt “baja al barro” (o “se eleva a lo divino”, según se mire), forzando a aparecer ante su vista a los fantasmas, las ensoñaciones y a la imaginería que su época está liberando y reforzando en sí misma según va definiendo su Zeitgeist, su espíritu colectivo, su estilo de ser propio, y así se anticipa a los anhelos que pueden ir surgiendo a continuación en las masas de sus contemporáneos: eso hace de él alguien que, en definitiva, no coincide con el “tipo normal”, pues para alcanzar esa conciencia y no dejarse llevar por la misma corriente, Veidt ha tenido que situarse más allá de lo que le vincula a sus contemporáneos en un elemento pre-consciente e irreflexivo de comunidad humana limitada a su época y su situación histórica y espiritual. Todavía más, Veidt se prepara ahí, estando atento al mosaico pop de síntomas televisivos, para decidir sobre cuál es el tipo y el nivel de su intervención heroica en la historia, “sin tanto heroísmo evidente”, una intervención que ya sabe que tiene que trabajar ese componente oculto y a la vez continuo y cotidiano del irreflexivo desarrollo de las tendencias psíquicas humanas de un tiempo y un lugar. Aprovechando la misma potencia de la irreflexiva e impersonal corriente de anhelos que descubre en esa pre-consciencia colectiva del final de la Guerra Fría, ha de encontrar el punto justo donde hacer palanca para impulsar a la masa hacia donde él aspira a llevarla, como un luchador aprovecha el impulso que viene de su enemigo para proyectarlo y dejarlo a su merced. Pero además tiene que hacerse cargo de dotar de contenido afirmativo (el contenido que a él le interesa) a esa protoconciencia simpática, imitativa y participativa de sus contemporáneos. Sus ejercicios gimnásticos sobre los aros, tan difíciles como esta gimnasia mental de seguir la emisión de casi medio centenar de televisores, ejercicios también televisados durante una gala benéfica, no son sólo ni primeramente una manera de exhibirse para ganar popularidad; son, antes que eso, un mensaje necesario más en una cadena de píldoras pedagógicas que va deslizando con sutileza, destinada a llenar con pequeños gestos, noticias, modas y objetos el ambiente en que viven sus conciudadanos, pero también, a modificar el modo general en que dichos conciudadanos van formando, inadvertidamente, los estilos y hábitos de su deseo y actuación, adecuándose éstos a un programa que no tienen por qué comprender.

El grupo de empresas Veidt se ha ocupado, sabiéndolo o no, de mucho más de lo que salta a la vista: sus líneas de juguetes con la figura de Ozymandias, sus perfumes, sus tintes de pelo, sus métodos de autoayuda y entrenamiento personal, sus producciones audiovisuales; su éxito comercial y su popularidad no valen nada si se desconectan de su mero carácter de pretextos para la inspiración en las masas de un nuevo anhelo mimético, que en combinación con la revelación traumática del horror cósmico (el monstruo fabricado) caído en Nueva York, dé lugar a la intervención de taumaturgo que Veidt reclama secretamente. Al hombre más listo del mundo, que renunció a su fortuna en su juventud y la volvió a amasar desde cero, lo que ciertamente menos le importa es vender mercaderías por el sólo beneficio económico. En los apéndices de Watchmen, cuando hojeamos sus notas de trabajo internas en Veidt Enterprises, descubrimos que aconseja a sus publicistas sobre cómo ejercer una más efectiva influencia en ese primer nivel del mercado entusiasta, con una intención aparentemente trivial: les indica, por un lado, que deben presentar en los anuncios de sus productos modelos masculinos y femeninos con rostros andróginos para aprovechar las tendencias homosexuales inconscientes del consumidor, como si en esto se jugase sólo con la psicología empírica de individuos presentes; pero por otro lado, como seguramente él calla, despliega una influencia simbólica mucho más poderosa, dirigida a la producción de lo que esos individuos y sus descendientes no son todavía y van a ser en el futuro. Cuando habla de esas tendencias homosexuales, lo que en realidad quiere potenciar en el público es la cercanía mimética con la figura del andrógino primordial, una figura netamente simbólica y más allá de sus intereses capitalistas, presente ya en el mito del origen del amor (la narración de Platón en su Banquete, o sobre el Amor) y cargada de significado mágico y, para quien lo quiera, gnóstico: el andrógino es la forma oculta de todas las potencias humanas, el ser humano completo anterior a la división en sexos, espiritual y somáticamente libre de las miserias de Adán y Eva. Una intención, por tanto, que casa mucho mejor con su programa de la nueva humanidad que la mera venta de sus productos por el solo beneficio económico. Como sentenciaría el Joker de El Caballero Oscuro de C. Nolan, refiriéndose a la fascinación crematística de los mafiosos de Gotham: “esta ciudad merece una clase mejor de criminal”.




Lo terrible de la publicidad subliminal desplegada por Veidt (estamos en los 80, cuando la propia publicidad subliminal era una moda) no es que incite al deseo del producto por debajo del umbral empírico de la atención, burlando el carácter racional de la voluntad y sujetándolo a fuerzas que impiden que discurra claramente y para su propio bien; lo terrible es que es siempre más que publicidad subliminal, puesto que deja en el fondo de la vida psíquica de millones de individuos la primera impronta de un nuevo estilo de ser y hacer que está más allá del consumo, para instalarlo como norma constituyente. Es decir: el mayor peligro de la publicidad subliminal estriba en que, al entrar por la vía del entretenimiento ocioso, es mucho más educativa de lo que se pretende, y que por tanto, una vez que juega con los símbolos o las figuras arquetípicas adecuadas, suele ser mucho más poderosa de lo que estrictamente se necesita para movilizar el deseo impersonal de una pura mercancía. Moore ya había tocado este problema cuando hace del protagonista de Un pequeño asesinato (A Small Killing, ilustrado por Óscar Zárate) un publicista que renuncia a su carrera de éxito como asociado de Forbes cuando se da cuenta de que su vida se ha separado definitivamente de un estrato anterior de su persona, llevándolo a responder a compromisos profesionales y personales que ni desea ni deja de desear: como tantos adultos, no puede acallar la conciencia de que necesita retrotraer el curso de su vida a un nivel al que ya no responde y que ha cobrado vida separada, que en este caso se le presenta en la forma emblemática del niño que le persigue. El Ciudadano Kane de Orson Welles también tuvo éxito en ese sentido (e impulsó el estallido de la guerra Hispano-Estadounidense de 1898 a través de la prensa sensacionalista y la vieja leyenda negra), pero se vio perseguido por la falta de algo perdido y ya nunca más recuperado hasta el momento de su muerte. El publicista de Moore, como el Superman de Moore (¿Qué pasó con el hombre del Mañana?), alcanza a apearse del carro de su propia tragedia antes de culminar el camino protagónico. Veidt – Ozymandias, literalmente entre el personaje de Welles y el otro de Moore-Zárate, no saldrá airoso de su aproximación a los infiernos sobre los que ha vertido el ensalmo de su publicidad.



La fractura entre el protagonista adulto y su antagonista preadolescente queda resuelta al final de Un pequeño asesinato como un acto de renuncia del adulto a su exitosa carrera como diseñador de publicidad, renuncia que es esencial para que éste encuentre su vía en el proceso de individuación (Jung),  encendiendo así esa pequeña llama de conocimiento "en la oscuridad del simple ser". Mientras él y su némesis charlan en un pub, están rodeados por personajes a medio dibujar y por palabras sin autor en las que sólo se leen los temas y tópicos impersonales del momento.




La magia, una cuestión de conjunto (II)

El espejo de los infiernos y el enigma para el héroe-taumaturgo.

Cuando Veidt / Ozymandias se sienta frente a la televisión, no hay en su inteligencia un gesto de relajación, ni de participación mimética, ni de feliz olvido de su yo en el común –e igualador- sentimiento de lo bello, que implica la aceptación final de una comunidad moral dada. La comunidad que le interesa a Veidt no está en una televisión que exista en su tiempo, sino en la que él tiene que hacer posible a partir de su reforma de la humanidad, lo que le obliga a mirar más allá de las emisoras realmente dadas, haciéndose con todas ellas como un síntoma de lo viejo y un posible vehículo de su ideal. A diferencia del Comediante, frente a la televisión no puede ver la televisión ni dejar de actuar con atribuciones de domeñador de los anhelos y miedos de sus contemporáneos. La televisión no es sólo para Veidt un instrumento sociológico: cuando se mira con el ojo de Horus (grabado sobre su collar dorado), las partes separadas del cuerpo de Osiris se recomponen y le revelan una verdad mágica; el cuerpo desperdigado y múltiple de las televisiones, unas funcionando junto a otras en una masa incoherente, forma un enigma o manifestación sintomática, un caudal sobre el que remontarse a un plano de realidad no-consciente anterior a lo representado, un signo de las influencias que actúan subterráneamente (“desde los infiernos”) en el momento de la historia del género humano. 






En un panel de su “Fortaleza de la Soledad”, Veidt enciende una treintena o media centena de televisores, formando un mosaico fluido de secuencias televisivas, cada aparato sintonizado con una emisora diferente, para tomarle el pulso a la humanidad entera (o por lo menos, a la que cuenta con aparatos de televisión), y saber de antemano cómo los miedos y los impulsos inconscientes están operando lentamente y sin control en la masa del género humano, carente de la firme individuación psíquica que él mismo ha conseguido producir sobre sí (sí es, a su manera, un discípulo aplicado de C.G. Jung). No sólo ha cumplido la individuación psíquica: él es el único de los enmascarados que, a su entender, ha llevado el control de su transformación en el personaje que adoptó, a fuerza de voluntad, esfuerzo, estudio e inteligencia, y también de meditación budista. Los otros miembros del grupo de héroes enmascarados, incluyendo al Dr. Manhattan / Jon Osterman, han sido progresivamente arrinconados y engullidos, como Jekyll por Mr. Hyde, por los personajes que les permitieron entrar en el club de los Vigilantes, tras quedar rotas sus biografías por hechos más allá de su voluntad –afortunadamente esto no es así en el caso de Dreiberg y Laurie, que nunca han llegado a ser del todo sus respectivos (y heredados) personajes. Veidt se ha logrado reformar a sí mismo como Ozymandias. Ha superado el ideal de la pedagogía, la educación y la reforma pública, moral y económica de la humanidad tomado de la Ilustración y se ha enterrado a sí mismo en el conocimiento prometeico de una tarea secreta y subliminal como fuente del progreso que desea traer a la Tierra. Ha comprendido, según él, los motivos del fracaso/desarrollo de la Ilustración (tanto de la Ilustración anterior a Alejandro Magno como la del siglo XVIII) en las guerras napoleónicas y, a la postre, en las grandes guerras del siglo XX. En lugar de “dar luces” y enseñanza directa al género humano (en efecto, eso es “ilustrar”) mediante una tarea formal de instrucción pública, decretos de reforma económica o institucional y –en menor medida- guillotina quirúrgica; en lugar de atacar los vicios, los miedos y la superstición con un trabajo de estadista moderno y una programada reforma que suponga cambios sociales introducidos con férula y vigilados por un sistema policial y judicial posterior, Veidt se ha preparado para desencadenar la buena voluntad y la sociabilidad natural y espontánea del hombre con una fórmula que ya no podemos denominar ilustrada, sino fáustica (pero del Doctor Fausto inglés de Ch. Marlowe, que entra al Infierno cuando el reloj da las 12 de la noche), y por tanto, mágica e infernal: la fórmula de Veidt es unir a los hombres a la ignorancia y la brutalidad en la misma medida en que han estado fatalmente separados y enfrentados en la ignorancia y la brutalidad, tal como había avisado el Comediante; y a partir de ahí, empezar a deslizar un lento tratamiento inconsciente que vaya erosionando y sustituyendo la política del siglo XX, generada desde y para el conflicto bélico y social sin límite, por una nueva política, generada desde y para la paz de Ozymandias (aunque sea por la paz mentirosa). Para conseguirlo, Veidt tiene que hacer esto desde su acción secreta y, al tiempo, ponerse tras la falsa apariencia de un enemigo diseñado desde los terrores colectivos propios del siglo –temores cósmicos ya expresados por artistas, como el Lovecraft de Providence, o la pareja Manish / Max Shea de Watchmen-, para así producir un terror preconsciente y religioso en los hombres inmaduros del siglo XX [véase en esta bitácora Viaje psicodélico por los tentaculos del calamar], un terror que sirva de contrapeso irracional a la igualmente irracional ansia de dominio y agresión que está a punto de llevarles al conflicto nuclear: los afectos sólo pueden ser anulados por otros afectos, demostraba Baruch Spinoza.



Veidt ha retomado la idea de Progreso tras su descarte en el siglo XX, pero lo ha hecho desde la asunción de que la Paz Perpetua no viene del desarrollo tecnológico y la moderna política de estados nacionales: pues si bien las ciencias naturales y las artes (técnicas) –como también, no olvidemos, las ciencias sociales- propiciadas por la Ilustración han sido capaces de dejar al hombre la bomba atómica que en Watchmen parece estar a punto de llevar a la destrucción final (“el arma que acabaría con todas las guerras”), éstas no han sabido dirigirse al hombre en un lenguaje tan pedagógico que pueda liberarlo de su sobradamente irracional historial de ataques y traumas violentos, y su descarriada colección de hábitos psíquicos proto-conscientes, agresivos y escasamente compatibles con la armonía universal. Ozymandias juega con el siglo XX habiendo visto que su principal acción ha de dirigirse justamente, antes que a la conciencia y a una racionalidad individual o voluntad elevadas -que todavía no se han puesto en marcha en un grado suficiente entre los hombres reales- al subsuelo de la vida psíquica, que en la fase anterior a su correcta formación o individuación queda doblegada, en el hombre común, por la fuente colectiva de la violencia y la agresividad en su componente transcendental, pre-consciente y generalizado, del que partirá la individuación psíquica posterior. Si el pecado original trasmitido a los descendientes de Adán y Eva (transcendental) tenía una fuente colectiva, descontrolada y anterior a la acción individual, la gnosis peculiar de Veidt promete sublimar dicha fuente, de una vez para siempre, sin intervención de los sacramentos, y a base del mismo material (pre-consciente) del que ha venido el pecado, forzando la concentración de todas las fuerzas tanáticas del impulso de destrucción en un terror cósmico que haga a la humanidad dejarse educar con su nueva simbología de superhombre: primero homeopatía, y luego alquimia. Veidt es un hereje sociológico que, de no haber salido de la graciosa pluma de G.K. Chesterton tendría que haber salido de la fantasía de un freudo-marxista emigrado a EEUU. Es decir: este apaciguador del género humano cuenta con que, dada la inevitable influencia en el hombre real de lo que viene siendo una fuente desbordante, esencialmente poco refinada e irreflexiva de la psique, tiene que dirigirse, en primer lugar, a un terreno que responde a la idea de inconsciente colectivo, pero que nosotros preferimos llamar, sin más, la Imaginación, o mejor, los infiernos de la imaginación, tal como lo hace el Dr. Gull en From Hell. El Infierno, en su acepción pagana o simbólica más amplia de “los infiernos”, “lo subterráneo y fuera de la vista de los vivos”, y no tanto en su presentación posterior como un lugar de castigo en el fuego (la Gehena) por la Justicia de Yahvé, ofrece un destino de ida y vuelta para la vida psíquica plena, bien un destino común para la psique de los vivos, bien un lugar de paso para la iniciación del héroe, al que éste tiene que aproximarse o que tiene que superar, como en el caso de Ulises o Dante -o el que quiera decirnos Jung. Pero ahí, en los infiernos, se encuentran también los fantasmas siempre poco afortunados de héroes anteriores, como Aquiles, avisando de que la gloria inmortal no es lo que parece. Incapaz de detenerse en esta advertencia trágica, el héroe oculto, mientras actúa soterradamente para conseguir un efecto (mágico) más allá del alcance de los otros mortales y que encadene a los otros mortales a unos patrones secretos de pensamiento y deseo, no puede sino trabajar y remover el magma del que se desprenden las inclinaciones psíquicas pre-conscientes de sus contemporáneos, y hacerlo, además, según las propias formas infernales: no puede pretender que la figura apolínea y clara de los razonamientos, la mesura, las leyes generales y el control de la voluntad venga a poner orden en los infiernos, por el mero hecho de haber alcanzado él ambos extremos en su expedición entre lo superior de la Razón y lo inferior de la Imaginación; lo que se remueve de manera terrible en el Infierno (en este sentido de los infiernos de la Imaginación) sólo puede ser domeñado y manipulado según la manera infernal, demonios conjurados contra demonios, para que así pueda mantener su fuerza original y termine vinculando a todos los que, todavía infantilizados, se encuentran bajo el influjo irresistible e impersonal de las fuerzas subterráneas.



Lámina de El matrimonio del Cielo y el Infierno, de W. Blake. La oposición obediente pasivo (a la Razón) - emergente activo desde la Energía (del cuerpo) delimitará en From Hell el contenido de la oposición Razón apolínea - Imaginación, señalándose el camino de lo infernal como un descenso del héroe a las formas indómitas y creativas (femeninas) de la Imaginación, lo que implica que todo héroe será, a su vez, un hechicero, como en el caso del Dr. Gull.