viernes, 4 de diciembre de 2009

Volumen II. Recapitulación y apuntes previos.

[Una interpretación filosófica de Watchmen. Preámbulo.]

"El cine religioso relacionado con las 'religiones secundarias' [mitológicas] puede considerarse hoy en auge, si es que como religiosas, en sentido secundario, consideramos (...) la mayor parte de películas que se ocupan de 'extraterrestres', de 'encuentros en la tercera fase', incluso de Superman. Si puede hablarse de una fe creciente en esta nueva demonología mitológica (secundaria), habrá que decir también que han sido (o están siendo) el cine y la televisión el principal instrumento de su propagación; habrá que decir que el cine [quizás también el cómic, en lo que tenga de boceto de secuencia cinematográfica y no más bien de cómic] no actúa, en este terreno, tanto como re-producción de una religiosidad previa, como con-formador de la nueva religiosidad demonológica." BUENO, Gustavo. "Qué significa cine religioso". En El Basilisco. 2ª época, n. 15, 1993, pp. 15-28.


Estas lecturas han venido callando, hasta ahora, una afirmación que puede no tener pies, pero que sí -quiero pensar- tiene parte de cabeza: la afirmación de que la ficción de superhéroes sólo pudo configurarse, ya entrado el siglo XX, como una "expresión pop" -y "a la americana"- de la fractura histórica de la idea judeocristiana del mundo como Creación; la afirmación de que el arte del cómic recogió para conveniencia de su público, durante el paso de las historietas "pulp" al género de superhéroes, una muy ambigua y sucedánea respuesta -una respuesta disfrazada, y provisionalmente válida en tanto disfrazada- al naufragio, frente al panorama del siglo XX y sus males, de la expectativa de la Justicia del Dios veterotestamentario (a la sazón, un Dios americano y pasado por el último alambique del deísmo moderno). Estas tesis aparecían como notas al margen en nuestro intento de hacernos con una interpretación filosófica de Watchmen y de sacar a luz sus vínculos expresivos con el tiempo en que todavía se producen y leen -o leemos- cómics de superhéroes.




¿Cuál era, entonces, el fondo del argumento que veníamos hilando? Dábamos a entender que, al montar su espectáculo alrededor de las figuras de papel de los "superhombres", las ficciones (super)heroicas recogieron a su manera, para el mundo de las masas del Hombre americano -nuestro mundo-, la fractura de esas comprensiones escatológicas del triunfo final del Bien y la Justicia en la historia universal, o lo que es igual, la desvalorización de todo valor supremo, la "muerte de Dios" anunciada por F. Nietzsche en el umbral del siglo XX. Y decíamos que, sin embargo, es característico de la representación superheroica el enfrentar esa crisis mediante una "cura en falso" -necesariamente en falso- de la parálisis que la prosigue: pues justamente la escenificación aparatosa de una apariencia provisional (impostada) de "salud", vigor y resolución moral -por tanto, el disfraz y el disimulo- y no más bien el regreso sin anestesias a las consecuencias y causas de la crisis, dará el "tono general" de composición de la ficción superheroica.

Descubríamos que esta nueva forma de ficción, en su modo de "dirigirse al lector/autor" e introducirlo en su dinámica de composición, estuvo y estará atrapada, pese a su apariencia adolescente, en una maraña de deudas y disimulos fundacionales -o, mejor dicho, fundamentales- que, andando el tiempo, se delatarán en algunas de las páginas que hacen de Watchmen una obra maestra en su arte y un "cómic adulto". El primero de estos disimulos es ése que permite dar por sabida y -así- por olvidada una fraudulenta "restauración pop" de la idea metafísica del Ser Supremo a través de la figura del "héroe supremo suprahumano" -una restauración de la idea del Dios, al menos, en tanto sostén necesario (al tiempo que obsceno y disimulado) del espectáculo superheroico y su sentido moralizador inmediato: una restauración o "prórroga" que será preparada, quizás inadvertidamente, tras las bambalinas de la escena superheroica, en esa parte de escena oculta a la vista por el artificio desde la que, en el momento oportuno, se hará salir el "deus ex machina" para contento del espectador.

Nuestra lectura defenderá que, haciéndose cargo del carácter fraudulento y ambiguo de esa "restauración pop" del Dios ajusticiador a la que juega como una trilera la ficción de superhéroes, la obra que aquí comentamos mostrará en sus episodios vertebrales -cap. IV "Relojero", cap. VI "El abismo te devuelve la mirada", cap. IX "La oscuridad del simple ser"- el hilo que lleva de la fingida presencia (sobre el papel) del "superhombre (super)heroico" hasta la idea del Dios que "está ausente del mundo", y justamente ausente no sólo en el papel -porque sólo así deja lugar sobre éste a la representación superheroica- sino ausente del mundo en que ha sido posible componer y presentar con éxito notable esa ficción -ya fuera del papel.


En el intento de extraer de Watchmen el esbozo de una "genealogía" del género de superhéroes, topábamos con que, bajo la "apariencia atlética" y resuelta de la intervención superheroica, está acallada (sobre el papel) una constelación de cuestiones indecisas, o más bien, esquivadas: justamente aquellas cuestiones entre las que, lo quiera o no, se va formando moralmente el hombre medio del siglo XX, al menos, antes de prestarse a la ficción de las páginas de los superhéroes; cuestiones que, independientemente de que reciban o no formulación, tienen su peso en la configuración biográfica del hombre medio que será inmediatamente requerido (como público o autor) por la ficción superheroica. Al regresar hasta la novela Gladiator de Philip Wylie [véase Hugo Danner, o el hombre que pudo ser Superman (I)] y entenderla desde su reapropiación en el Superman de Action Comics en 1938, tuvimos que constatar, para nuestra sorpresa, el ascendente de un claro "signo errático" sobre el conjunto de la biografía del "hermano gemelo de Clark Kent", un joven norteamericano llamado Hugo Danner que, capaz de los prodigios propios del superhéroe supremo, se encuentra, empero, siempre adelantado y maniatado por una perplejidad irrebasable ante su destino en el mundo del Hombre americano y bajo la carga de su "Weltschmerz". En esas consideraciones perseguíamos ya localizar un cierto "giro", un "plus de ficción" introducido en el eje espectador-escena, que no tuviese que reducirse a la entrada de los superpoderes en la dinámica de la "acción" y que, sin embargo, fuese decisivo para la correcta configuración del espectáculo superheroico como tal, tanto en el cómic como en el cine.

Lo que nos interesa investigar, entonces, no es tanto si en el cómic de superhéroes se diluye o no una pedagogía de "los valores del American Way" -manifiestamente es así, con muchas variantes. Incluso un cómic marcadamente "reactivo" frente al "American Way of Life" como el Agujero negro [Black hole] de Charles Burns puede contener "pedagogía beatnik (contracultural)" para jóvenes irresueltos, estando muy lejos de la ficción superheroica -aunque seguirá siendo pedagogía del Hombre americano, en la medida en que sea "beatnik". Si hay algo que nos debe llamar la atención no es la respuesta manifiesta, sino el modo en que se echa tierra encima de las cuestiones que ataban las manos al amigo Hugo Danner, "el hombre que pudo ser Superman"; por tanto, debemos recuperar las preguntas que ya no se manifiestan en las respuestas gritadas, inevitable y manifiestamente tendenciosas. Porque estas nuevas ficciones, al constituirse en 1938 como un "pasatiempo", juegan ya a "romper heroicamente" esas cuestiones y apartárselas -en apariencia- como el Edipo de la película Edipo rey de Pasolini se deshace del enigma de la Esfinge -es decir: a empellones, despeñando a la Esfinge. Eso es lo que podría resultar significativamente ejemplar y delator: ante todo, porque, como recuerda Chesterton, el enigma sobrenatural de la Esfinge fue uno de los horrores del mundo pagano, pero no del mundo judeocristiano. Y sin embargo, tras la "muerte de Dios", ese enigma vuelve a hacerse su lugar en la vida del hombre medio de las masas del siglo XX, que lo acallará a fuerza de (super)empellones heroicos -o eso querría.


Y llegábamos a poner estas notas al margen tras ejecutar la maniobra que una detenida lectura de Watchmen nos obliga a hacer en la habitual relación espectador-escena sobre la que descansa el género de superhéroes: gracias a que Watchmen, como ficción en la que se juega a romper, mediante la imitación y la participación de los unos por los otros, las diferencias entre los cómics de superhéroes (de papel) y los "superhéroes" realmente posibles (de carne mortal o inmortal), llega a envolver con sus temas y sus preguntas -precisamente por ser éstos aquellos sobre los que el superhéroe no puede sino pasar de puntillas- nuestra relación de participación en el espectáculo superheroico, o lo que es igual, el modo en que nuestra mirada se prende, desde el anfiteatro, en la representación superheroica.

En sus corolarios, Watchmen acabará ofrececiendo unas muy cabales pistas desde las que sopesar y resituar con jovialidad las figuras y recursos propios del género de superhéroes -como ya hará el propio Moore, junto a Bennet y Veitch, en Supreme. Pero la primera "demolición" del conjunto de la ficción superheroica como "para-hagiografía pop" que esta obra nos permite poner en marcha es, antes que cómica, filosófica -y, sólo entonces, cómica-: los superhéroes, vistos como pretendemos verlos a través de Watchmen, resultan ser un fenómeno más de la ambivalente solución (cinematográfica y "pop") del Hombre americano a las tradicionales cuestiones judeocristianas sobre el sentido del Mal y el sufrimiento de los justos, y por tanto, sobre el sentido de la Creación y el de la vida humana. Sobre esto -veremos- no dejan de pronunciarse los Vigilantes en algunos de los pasajes que, aportando menos a la "acción" -el misterio sobre el asesinato del Comediante-, aportan más al sentido de la obra. A esos pasajes regresaremos en breve -si no nos extraviamos, como nos acaba de ocurrir.

sábado, 24 de octubre de 2009

Lecturas de Watchmen. Volumen II.

Si todavía están ahí, amigos lectores, recordarán que este cuaderno de apuntes se cerró hace casi medio año, bajo la promesa de una necesaria continuación. Les interesará saber que en el plazo -aproximado- de un mes y algunos días estaré en disposición de compartir con ustedes "mis" nuevas lecturas del capítulo IX de Watchmen "La oscuridad del simple ser".

Saben ya que este cuaderno ha insistido desde su apertura en la posibilidad de que, bajo el inmediato sentido de las páginas de Watchmen, bajo el juego de significados que ofrece al lector atento, queden ocultas algunas discusiones filosóficas sobre los fundamentos de la ficción superheroica. Decíamos que, a través del desarrollo de estas discusiones, quedaría deshecha la relación habitual entre el lector y la escena de la epopeya superheroica frente a la que se sitúa esta obra maestra del cómic, y así, desviada la mirada del lector de aquel encanto desgastado en que las figuras superheroicas habían ido quedando envueltas por el propio paso del tiempo.

En esta ocasión, para proponer mi interpretación de "La oscuridad del simple ser", he creído conveniente remitir el argumento bajo esas páginas al del final de la novela El hombre que fue Jueves, del inglés G. K. Chesterton, por razones (parciales, desde luego) que expondré más adelante, y que espero no encuentren traídas por los pelos -y si, en todo caso, las encuentran traídas por los pelos, espero les parezcan enredadas en los cabellos rojos de cierto poeta-dinamitero anarquista que aparece en la novela de Chesterton.
Sobre la influencia en Alan Moore de la obra de Chesterton poco se ha dicho -y quizás porque poco haya que decir. Nada puedo probar sobre la relación de Moore con el catolicismo y los católicos, y sobre si en ese punto coincidiría con Chesterton. Sí sé que, ya en sus tiempos, Chesterton tuvo que hablar para defender al hombre común frente al Superhombre (anglosajón) de G. B. Shaw, vegetariano y abstemio, revolucionario o "r-evolucionista", luciferino y titánico; que ambos han hallado en la síntesis de poesía y dibujo que encontramos en la obra de William Blake un baluarte de la Imaginación frente al progreso del mundo desesperado de la mera Razón; y creo no equivocarme si les digo que Chesterton, al final de la novela "policíaca" El hombre que fue Jueves, se estaba haciendo cargo de algunas cuestiones sobre la presencia del mal y la injusticia en la Creación -¡ja!- que, en lo fundamental, vuelven a ser planteadas en La broma asesina de Alan Moore y Brian Bolland. ¿Y acaso no es el protagonista de V de Vendetta tan terrible como esos anarquistas dinamiteros a los que ha de enfrentarse el detective Syme en El hombre (...)?

No les anticiparé más. Por el momento, me limito a sugerirles que, si ya leyeron El hombre que fue Jueves, repasen una lección que el profesor Juan B. Fuentes dio hace algunos años sobre el sentido de la alegoría y el simbolismo teológico que envuelven esa novela. [Véase el registro audiovisual disponible en http://video.google.es/videoplay?docid=6170261363836010206 . Esa intervención responde a otra de Carlos Fernández Liria, también profesor de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, y según se dice, asesor del régimen de la Revolución bolivariana: http://video.google.es/videoplay?docid=6753500780093124820 ]

Disculpen la mi tardanza.

lunes, 18 de mayo de 2009

“¿Qué pide el Señor de ti?” (puente)

DEBE de haber allá en el cielo cierto dios -un dios panzudo, cínico, cuya ocupación es la de disponer para cada una de las almas destinadas al paritorio un conjunto de circunstancias tan bien adecuadas a su carácter que harán que el resultado de su vida, en el triunfo o en la derrota, quede pendiente del más fino de los hilos. Así debió de sentirse Hugo al regresar a casa desde la Gran Guerra. [Gladiator, cap. XVI]


Al resumir más atrás el relato sobre la vida errática de Hugo Danner, “el hombre que pudo ser Superman”, no estábamos haciendo sólo eso: pretendíamos, ante todo, hablar de los obscenos antecedentes de la ficción superheroica y su reaparición en Watchmen. Daré por sentado a partir de ahora que o bien ya han leído la novela Gladiator de Philip Wylie o bien son ustedes de esos lectores que no encuentran en el conocimiento previo de trama y desenlace un asalto a la “experiencia personal (e intransferible) de la lectura”. Voy a tener que adelantarles el desenlace de Gladiator, para mostrar hasta qué punto era necesario que el género superheroico echase tierra encima de una posible lectura de este desenlace -justamente la que mejor encajaría en la trama de Watchmen- para poder levantarse como lo que es, para exhibirse con la apariencia magnífica de un entretenimiento que pone a salvo a su joven lector -al menos, durante la ficción- de la crisis de figuras éticas, el desmoronamiento comunitario y la irresolución moral que proliferan alrededor del Hombre americano [véase Superhéroes y crisis (...) ]; para poder levantarse, en definitiva, encima del olvido y el disimulo, con la complicidad culpable del lector (nota 1).


¿Cuál era -decíamos- la “gran tarea” que correspondía reclamar a Hugo Danner, aquélla que estaba hecha a la medida de sus fuerzas sobrehumanas y podía, en definitiva, darle la clave del “auténtico comienzo” de su biografía? ¿Qué “gran fin” podía actuar como un imán sobre la figura de un “gran yo” que se le había perdido a Hugo en medio de los caminos del mundo como una aguja en un pajar? Hugo había nacido dotado de los "atributos milagrosos" que darían después tanto juego a Superman; pero, a diferencia de él, se encuentra perplejo ante ellos y carece de una comprensión de su "propósito". A falta de una "misión", Hugo se encuentra abandonado a la zozobra y el desconcierto. ¿Qué “propósito” era el único plenamente acorde con su “secreto“ [sus capacidades sobrehumanas] y capaz de ofrecerle la figura completa y plenamente desarrollada de su persona? En el último capítulo de Gladiator, el “gran propósito” de Danner quedaba, por fin, al descubierto, como si hubiese sido “desenterrado“ junto a las ruinas mayas en lugar de haber sido improvisado: Hugo no es -y por eso no pudo ser- el reformador del viejo género humano, sino el comienzo de una nueva (Super)humanidad, libre de las miserias que atan a los hombres del presente: la estirpe de los Nuevos Titanes, los Hombres del Mañana. El "verdadero propósito" de Hugo alcanzaba desde siempre una talla que hasta ese momento él mismo no se había atrevido a afrontar: había pensado como Hombre la tarea del superhombre (?), y por eso el conocimiento de esa tarea se le había escapado. En el último capítulo de la novela se ha despejado por fin la que él ha tomado como incógnita central de su existencia: la incógnita sobre el "gran propósito" que puede corresponder plenamente a ese "don".

Parecería que a partir de ahí su biografía quedaba resuelta, "resuelta" como cuando se resuelve un acertijo al que se ha estado dando vueltas mucho tiempo o se resuelve uno mismo a actuar: Hugo ya sabría qué hacer y cómo evitar que el mundo le impida ser quien es, obligándole a enmascararse perpetuamente bajo un “yo simulado”. Para sorpresa y quizás disgusto del lector, la trama de Gladiator no se extiende, tras ese descubrimiento colosal, hasta el triunfo final de Hugo Danner como patriarca de los Nuevos Titanes, sino que concluye abruptamente tras un par de páginas, sin que algún cabo suelto ofrezca una posibilidad de continuación: Hugo es fulminado por un rayo que parece lanzado por algún dios altitonante -un Dios que no admite enmiendas a la Creación-, y los papeles que contienen la fórmula del "supersuero" arden y se deshacen en la tempestad. Pero el desenlace conclusivo de Gladiator, en buena parte anunciado desde sus primeros capítulos [el "¿Y qué pasa con Dios?" del capítulo IV], no será aceptado como tal por el público estadounidense, por motivos que estamos intentando aclarar.

La muerte de Hugo Danner cancelaba toda posibilidad de seguir adelante en el espectáculo de la intervención de sus fuerzas sobrehumanas en la ortopedia del mundo del siglo XX. Para dilatarse en ese espectáculo había, por tanto, que ir más allá del final escrito por Wylie, esquivarlo en alguna forma, aunque eso sólo fuese posible retrasando el cierre trágico de la trama mediante un truco de ilusionismo, olvidándose de éste provisionalmente -pues pudiera darse que, como en Edipo Rey, el final ya hubiera sido sentenciado por el progreso de la lógica dramática. Algunos de los lectores inmediatos de Gladiator, entre ellos los padres de Superman -y muy posiblemente el reformador Stan Lee- saltarán a la escena para reclamar una continuación que pudiese conducir hasta un "buen" final, hacia un clímax más adecuado a la adulación del público y montado sobre un espectáculo más llevadero: un espectáculo en el que el Hombre del Mañana pudiese "reformar el mundo" allí donde Hugo Danner, nacido con las mismas potencias milagrosas que él, había fracasado. Y no es poco el interés que al lector le va, siquiera por medio del consuelo ficticio, en el triunfo del Hombre del Mañana. De modo fraudulento, pero con el consentimiento de todos los espectadores, el final de Gladiator se convertirá después en el comienzo del nunca concluso género superheroico.


Ahora vamos a tratar de localizar el punto de apoyo que permite hacer fuerza para desviar el final de Gladiator hacia el montaje del género superheroico. De alguna manera, intentaremos hacernos cargo de la preguntas clásicas "¿qué va con la condición de superhéroe?" o "¿cómo se reconoce a un superhéroe sobre la escena?" -podríamos decir: por su traje, por sus superpoderes, por su carácter caballeresco, por su origen excepcional, etcétera- desviándolas hacia otras cuestiones, cuestiones sobre el "salto" o la "pirueta" que la ficción debe dar para comenzar a revestirse de un "tono superheroico" y esquivar -provisionalmente- el final de Gladiator: ¿qué aparato escénico permite que Clark Kent se transforme en el primer superhéroe, cuando Hugo, su hermano gemelo, no tuvo ocasión de adoptar ese papel? ¿Cómo fue posible montar la primera ficción superheroica alrededor del "don secreto" de Clark Kent [sus fuerzas sobrehumanas] y evitar, al tiempo, que ese "don" lo marcase con la mala estrella de Hugo Danner?

Aquí vamos a proponer una respuesta a estas preguntas haciendo un baile entre Watchmen y From Hell. Si ambas obras contienen algún tipo de "desmontaje" del género de superhéroes, de su genealogía y su peculiar máquina teatral, entonces no evitarán comprometerse con una respuesta a esas cuestiones. Por supuesto, leer esas dos obras conjuntamente no nos permite fundirlas, sino examinar una secuencia de "evoluciones" entre ellas. Interpretar Watchmen como una fuga abierta en 1986 hacia un "más allá del género de superhéroes", hacia un terreno menos sujeto a la trampa de sus fundamentos, nos permite encontrar en From Hell -una obra que Moore y Campbell comienzan a preparar alrededor de 1988, en el año del centenario del Destripador- una prospección del fondo de muchos otros fenómenos propios de nuestro tiempo, entre los que el género de superhéroes aparecería sólo como uno más. Si a lo largo de la trama de Watchmen la pregunta "¿quién vigila a los vigilantes?" se transforma en "¿quién vigila los cielos?" [véase nuestro "Viaje psicodélico por los tentáculos del calamar"] ahora el título del capítulo IV de From Hell nos plantea otra pregunta, que -creemos- no deja de estar alineada con las anteriores: "¿qué pide el Señor de ti?".

“¿Qué pide el Señor de ti?” (I)


-Madre dice que cuando estaba embarazada, tras lo de Waterloo, los retratos que había por todos lados de Napoleón la impresionaron mucho, y que por eso me parezco a él. (...) ¿Padre? ¿Es vanidad desear que el Señor me elija para una tarea extremadamente complicada?
-No, me parece que es un valioso atributo cristiano, siempre que no lo hagas por el renombre.
-Ah, no. Aunque mi tarea fuera extremadamente difícil, necesaria y severa, no me importaría ser yo el único que supiera de mi logro. Quedará entre el Señor y yo. Y con eso basta.”
[From Hell, cap. II "Sumido en la oscuridad"]

Estas líneas corresponden a un diálogo entre el niño William Gull y su padre. La escena es, declaradamente, una invención de Alan Moore y Eddie Campbell para su estudio sobre la leyenda de Jack el Destripador: pero una invención con tan malas pulgas como aquella del psicoanálisis sobre la "escena de la seducción originaria del infante". Advirtamos que aquí el embaucador no es únicamente el escritor que se inventa la escena: el embaucador es, también, el personaje que conduce la escena para engañarse a sí mismo sobre su origen, su condición y su "propósito". En esta escena volvemos a estar delante de los mismos elementos que ya aparecían en la escena de Gladiator en la que Hugo Danner, siendo niño, inquiere a su padre sobre su "verdadero origen" -lo que viene a ser tanto como preguntar acerca de su "verdadera identidad"-:


- (...) Pero lo que iba a decirte es esto. Cuando eras poco más que una masa de plasma dentro de tu madre, puse en su sangre una medicina que había descubierto. Lo hice con una aguja hipodérmica. Esa medicina te cambió. Alteró la estructura de tus huesos, músculos y nervios y tu sangre. Te dotó de un tejido diferente a las débiles fibras de la gente ordinaria. Por tanto, ya cuando naciste eras fuerte. (...) ¿Puedes comprender eso, hijo?
- Seguro que sí. Soy como un hombre que hubiera sido hecho de hierro en lugar de carne.
- Eso es, Hugo. Y mientras te haces mayor tienes que recordar eso. No eres un ser humano ordinario. Si los demás descubriesen eso, te... te...
-¿Me odiarían?
-Porque te temerían, hijo. (...) Algún día encontrarás un fin para toda esa fuerza -un fin grande y noble- y entonces podrás hacer uso de ella y sentirte orgulloso. Hasta ese día, tienes que humillarte como el resto de nosotros. (...) Espera tu momento, hijo, y podrás sentirte satisfecho por ello. (...) En cuanto más fuerte y grande eres, más dura te resulta la vida. Y tú eres el más fuerte de todos, hijo.
El corazón del niño de diez años ardió y titiló. “-¿Y qué hay de Dios?” -preguntó.
“-No sé gran cosa acerca de Él” -susurró su padre.
[cap. IV de Gladiator -la traducción es nuestra]


Tenemos entonces dos escenas que son variaciones sobre el mismo tema: un niño que pregunta sobre quién es y que está predispuesto a guardar un secreto sobre él mismo, un padre que acaba revelándose como mero "padre putativo" -siendo desplazado por una "causa superior": el supersuero o la grandeza del rostro de Napoleón-, y el atisbo de una tarea "extraordinaria" y personalísima asociada a ese origen fantástico, una tarea ante la que un Dios único (el luterano, en principio) no puede dejar de pronunciarse, porque está revestida de un carácter divino. Encontramos en ambos casos tres actores: el niño, su padre, y un Dios que no está propiamente presente en la escena, pero al que se refiere todo su sentido. Tres actores que no forman, señoras y señores, ningún triángulo que los psicoanalistas vayan a vendernos como una versión del "triángulo edípico", sino que ocultan una tríada de "(super)verdades" que sustituyen las verdades aparentes, que dependen las unas de los otras y asientan la condición extraordinaria de lo que se va a producir a partir de ahí: todos seremos en secreto, junto a ese protagonista, partícipes de esa condición extraordinaria, de esa (super)verdad que podría no ser más que una ficción llevada al límite, con un plus de disimulo. Estas tres verdades deben tocar tres puntos: el verdadero origen del protagonista, la verdadera identidad del protagonista, la verdadera tarea del protagonista. ¿Tendrá esta tríada de verdades algo que ver con el montaje de la ficción superheroica?



Vemos que la tríada se presenta en una "escena fundacional" de la trama de Gladiator, el más visible antecedente de la ficción superheroica junto a los cómics "pulp", y en una "escena fundacional" del argumento de From Hell, obra situada en un "más allá del género superheroico" al que Moore habría llegado tras escribir el guión de Watchmen y justamente al "romper desde dentro" el sentido del género de superhéroes. Pero la escena se produce con resultados muy diversos, y ahí es donde nuestra argumentación debe detenerse para salir robustecida. Pues, a partir de "escenas fundacionales" paralelas, se generan dos tramas ficticias que no llegan a resultar del todo congruentes: hay una segunda escena que debe completar la anterior y que podría ser la que, produciéndose o no, dándose por supuesta o representándose explícitamente, hubiese dirigido la ficción a un nuevo "tono", dando lugar al género de superhéroes o no. Esa escena es la que, comparando Gladiator y From Hell, podríamos descubrir: justamente porque en la novela de Wylie encontramos una figura "casi superheroica" -la del "hombre que pudo ser Superman", decíamos- y porque en el cómic de Moore y Campbell nos topamos ya con el resultado de "pensar hasta el final", recogiendo los resultados de Watchmen [ya veremos cómo], la "lógica" propia del género de superhéroes. Si en el Dr. William Gull de From Hell hay algo así como una "figura post-superheroica", entonces en el comienzo de su empresa tras el disfraz de Jack el Destripador debe producirse, sin ambages ni rodeos -y, claro está, sin ningún "disfraz" o falsificación en su lógica que pudiese dar lugar a una ficción superheroica-, esa "segunda escena" que buscamos para completar la anterior: la que responde categóricamente a la pregunta "¿qué pide el Señor de ti?", entregando lo que Moore llama la "misión divina" del personaje, resolviendo la incertidumbre y la dificultad sobre la "tarea especial" con una firmeza metafísica:

“-¿Pa-padre? (...) Padre, ya casi tengo setenta años, y el Señor no ha encontrado ninguna tarea especial para mí. ¿Quién hay detrás de usted, en la cuesta?” [From Hell, cap. II]



Un encuentro apocalíptico, durante el que el Dios (masón) entrega al viejo Dr. Gull su "tarea especial", será la escena que complete la otra, esa escena infantil que habíamos llamado "fundacional" por haber insertado en el personaje una "espera": la espera de un "verdadero propósito" de su existencia, de una "interpretación de sí mismo" que llevase a algún lugar, sin dejar espacio a la incertidumbre, la creencia del personaje en su condición extraordinaria. Durante su primer paseo por Londres junto al cochero Netley, el Dr. Gull refiere esa escena de la "recepción de la tarea" sin descartar que se trate de una alucinación:


Hace poco, tuve un ataque al corazón. (...) Me causó afasia: es una fluxión del hemisferio derecho del cerebro que produce alucinaciones. Netley, vi a Dios. Me arrodillé ante Él... Y me explicó lo que tenía que hacer.” [From Hell, cap. IV]


Se trate ésta o no de una alucinación, el sentido de la escena está claro para William Gull, una vez que aquél la asume con mala fe como la "segunda parte" de la escena infantil: el Dios le anuncia que deberá alimentar en 1888, mediante el sacrificio ritual de cuatro mujeres de los suburbios, la "espiral de dolor y violencia preexistente" que inscribirá sobre el Londres victoriano un nuevo nivel de la "Arquitectura del tiempo"; en la interpretación masónica -armonista- del sentido de la historia universal y del papel del Imperio inglés en ella, esto se convierte en "salvar el mundo de la Razón" frente al avance del "caos de la imaginación" que promueven los revolucionarios socialistas y los "seguidores de la Luna". Ciertamente, gracias a esa "revelación" del Dios masón, que sanciona -fundamenta- su "tarea especial", Gull puede llevar a cabo su gran propósito sin titubear, con un alcance en principio secreto y sólo conocido por él y su Dios. Esa falta de titubeo en medio del delirio es la que, por comparación, nos lo aproxima en primer lugar al náufrago de Relatos del Navío Negro, y a través de él, al Adrian Veidt que mantiene a toda costa su voluntad de fundirse con el Ozimandias legendario, unificando el mundo moderno y guiándolo en secreto hacia la utopía -pues tampoco Veidt necesita que alguien más sepa acerca de la "tarea especial" que ha desarrollado desde su aparente retiro como superhéroe. Esa misma falta de titubeo lo separa definitivamente de Hugo Danner, el errático protagonista de Gladiator, quien nunca podrá convertirse en nuestro Superman por carecer precisamente su "don" del soporte de un propósito salvo de toda equivocidad.



Recordemos que tras la escena de la "entrega de la misión" en Gladiator, después de la cual Danner escala en solitario la cumbre desde la que se dirige al Dios (americano) en busca de una resolución definitiva de su destino, el desenlace de la novela sobreviene abruptamente: el protagonista cae fulminado por un rayo que -se nos sugiere- podría tener detrás a un Dios (americano) y ya no hay lugar en la ficción para presentar el principio de su tarea titánica. Se puede entender que, al no contar jamás con la voluntad de ese Dios ni en la recepción de la "gran tarea" ni en la escena del descubrimiento de su origen, Danner ha estado enfrentándose a Él durante toda su vida: por eso no cuenta finalmente con su divina sanción al emprender la "tarea", y por eso la novela sobre su vida errática acaba cuando podría extenderse hasta alcanzar un tono superheroico. En resumidas cuentas: Hugo no puede cruzar un umbral que después resultará conducir hasta el género de superhéroes no porque carezca de las "potencias milagrosas" de Clark Kent, sino porque nunca ha contado, ni ha pretendido contar, con una "tarea divina", una tarea propia de un dios; porque en el momento en que parece haber robado como un apóstata ese "propósito" al Dios que nunca se lo había entregado, ha caído fulminado (¿por Él?). En From Hell, esto es, después de haber cruzado y haber ido "más allá" de este "ciclo superheroico" en el que nunca ingresa Gladiator, el "encuentro con el Dios (masón)" es precisamente el que da lugar a la "tarea divina" de William Gull. Pero la "tarea divina" tiene que ser desarrollada hasta que su "Verdad" quede invertida como la mayor falsedad: "el Ser [supremo] es el último humo de una realidad que se evapora", como diría Nietzsche al anunciar "el fin de la Metafísica".

En el capítulo final de From Hell, "La ascensión de Gull", comprobamos que Gull se encuentra junto a sus "maestros" -los dioses solares, aspectos del Demiurgo universal- y éstos le descubren que María Kelly, una de las prostitutas que debía asesinar, ha escapado con vida de Londres; entonces el brillo divino de Gull crece hasta aniquilar su (super)identidad espiritual, y el anciano cirujano muere con su "secreto" en la celda de un psiquiátrico: su participación de lo "divino" como mortal sólo puede consistir en el descenso en vida al Infierno [From Hell], en una intervención cruenta sobre los cuerpos vivos durante la cual, oculto como Jack el Destripador, había descendido a "profundidades abisales" para ganarse su "ascensión" a las regiones superiores, junto al Demiurgo. Esa es toda la recompensa que en la Eternidad del Dios (masón) puede encontrar: es el modo en que la ilusión metafísica, la Verdad suprema, la (super)verdad, hace cuentas con aquel mortal que la había tomado como medida de sí mismo y como "su" verdad hermética. ¿Le ocurrirá algo semejante a Adrian Veidt respecto al par Amón-Ra / Osiris? Lo que debemos extraer de este excurso es lo siguiente: en el umbral de ingreso y de salida del género de superhéroes, es necesario que, como aquel que otorga esa "tarea divina" o aquel que tiene que ser burlado para obtenerla, se haga referencia a un Dios: es el poder del Dios el que da la talla de la tarea, y no puede ser otro.


Entonces, ¿es el olvido o el disimulo de esto, de esta dependencia fundamental del "gran propósito" o "tarea divina" respecto del Dios, el que permite el funcionamiento de toda ficción superheroica, antes que el aparato escénico de los superpoderes? En principio, ese Dios aparece como el Dios justiciero (americano) de Philip Wylie, un Dios que, no se sabe por qué razones, no acepta enmiendas a la Creación y permite que la historia del Hombre esté llena de males; al final del recorrido a través del género de superhéroes, Moore ha comprendido que, "pensada hasta el final", la figura de ese Dios del siglo XX se delata como la del Dios-Arquitecto masón, solar y multiforme de Gull, que produce el derramamiento de sangre a lo largo de la "historia de la civilización" para ser "El que es", la medida a la que responde todo "pequeño ser". ¿Pudiera ser que en Watchmen se encontrase una primera evolución del "ataque a la metafísica enmascarada en el género superheroico" que después culminará en From Hell? Apostemos que sí.


Y continuando el razonamiento: ¿habrá algún personaje en Watchmen a través del cual se desarrolle ese "primer ataque al fondo metafísico del género superheroico"? En parte, a través de todos ellos, si entendemos que su mascarada no es posible en un tiempo que no viva bajo la "muerte de Dios" -ahí es donde abunda este trabajo desde sus comienzos [véase El abismo te devuelve la mirada]. En el cap. IV de Watchmen, titulado "Relojero", Jon Osterman se hace cargo [como veremos] de satisfacer una "cita pendiente" con el Dios (deísta), una convocatoria "fundacional" que, para esquivar el final de Gladiator, todo el género superheroico se había olvidado (necesariamente) de aceptar: el Dios no cumple con la cita y Osterman, que no ha sido fulminado como lo fue Hugo Danner, asume en nombre de la Modernidad desdivinizada que el Reloj universal carece de Relojero. Pero a quien se le reserva un papel de "conductor hasta el final y hasta la inversión" de la lógica del "olvido superheroico" es a Adrian Veidt / Ozimandias: él es quien carga sobre sí la primera "transformación" de los superhéroes en otra cosa -más terrible-, y el único personaje de Watchmen que vuelve a "representar" voluntariamente el hallazgo de esa tríada de (super)verdades sustitutivas que -vimos- asumía en su niñez el Dr. Gull.


“¿Qué pide el Señor de ti?” (II)

Se trata, sin duda, de una simple coincidencia: la momia del faraón Ramsés II, llamado por los griegos "Ozimandias", apareció junto a otras 39 en las cámaras de Dayr al-Bahari (Egipto) a lo largo de 1881, es decir, apenas siete años antes de que el Dr. Gull de From Hell emprendiese su "tarea divina". Algunas de esas momias -no la de Ramsés II- fueron adquiridas por el Museo Británico de Londres y se ganaron fama de reliquias malditas, llegando a ser asociadas con la caída del Imperio inglés. Moore explotó esa casualidad y se permitió vincular la "tarea divina" de Gull con la llegada de una reliquia egipcia de la corte de Tebas al Londres victoriano [From Hell, cap. V y cap. IX y sus respectivos apéndices]. El tema de la "espiral de violencia, autoridad y dolor", el "Orden geométrico" que crece en la historia universal a través del auge de los símbolos solares y de la sucesión de los poderes políticos que se sustentan sobre ellos -el Imperio egipcio, el Imperio romano, el Imperio británico, etcétera-, está detrás de ese episodio de las momias, y es uno de los puntos en los que se delata la idea de "Arquitectónica de la historia" que ha fascinado a Moore, y que nosotros vamos a rechazar, precisamente por metafísica. Llegar hasta esa idea era posible, empero, ya a partir de ciertos pasajes de Watchmen:

-Curioso... Los antiguos faraones aguardaban el fin del mundo, creían que los muertos se levantarían, sacarían sus corazones de los recipientes. Casi lo deseaban. Ahora entiendo mi disgusto por las reliquias y los reyes muertos... Al final, son ellos o nosotros. [X, pp. 20 y 21]


Las palabras de Rorschach anticipan algo sobre la "verdadera identidad" de quien se oculta tras los asesinatos de E. Blake -el Comediante- y Jacobi -"Moloch"-, aunque no aciertan en el "propósito" del agente ni dan con su "identidad aparente". Es el propio Adrian Veidt quien confirma más adelante [cap. XI, pp. 7 a 11], ante unos sirvientes a los que acaba de envenenar, que esos asesinatos responden a su propósito de igualarse a Alejandro Magno y "tener algo que contarle si lo encontraba en el club de las leyendas". Aquí se reconstruye la "escena fundacional" que habíamos confirmado en el caso del Dr. Gull pintado por Moore y Campbell: aunque, como en el propio género de superhéroes, la "tríada de (super)verdades" se resiste a ser descubierta en ese relato [nota 2], que a fin de cuentas, está puesto en boca de un "superhéroe", alguien que debe jugar a la ocultación para (aparentar) serlo. El "origen extraordinario" de Veidt no es tanto el suyo como el origen legendario de Alejandro Magno y Ramsés II, con quienes tiene la voluntad de igualarse como un tercer y definitivo Ozimandias desde la muerte de sus padres en su adolescencia: "el único ser humano con el que sentía cierta afinidad murió trescientos años antes de nacer Jesús" [XI, 8]. Parece ser que el Macedonio y el ramésida más brillante compartían una creencia firme en su origen divino: el muy longevo faraón Ramsés II (siglo XIII a.C.), durante cuyo reinado Egipto alcanzó la paz con los hititas "unificando el mundo", fue uno de los pocos faraones que mandó levantar templos en los que se adoraba su figura. Y es cierto que, como cuenta el propio Veidt, Alejandro de Macedonia fue reconocido por los sacerdotes egipcios como hijo de Zeus-Amón, logrando confirmar así su presunto parentesco con el héroe Aquiles, una figura con la que se identificó desde su infancia. Con esto ya hemos llegado al punto de la "verdadera identidad" de Adrian Veidt: no es quien parece ser -un empresario y aventurero enmascarado retirado-, sino que es el moderno Ozimandias, aquel que como Alejandro ha de reclamar el imperio del entero mundo, resolviendo el enigma del nudo gordiano; desde su niñez, cuando tuvo que hacer de su inteligencia un secreto para evitar la agitación de sus compañeros [XI, 8], ha sido "el oculto", esto es, un hijo de Amón-Ra. William Gull, como vimos más arriba, también fantaseaba en su niñez a costa de su parecido con un "unificador del mundo": Napoleón Bonaparte. Y falta todavía el "gran propósito". Como el Dr. Gull, Adrian Veidt ha tenido una visión en que la talla de la "tarea" le viene dada:

"La noche antes de volver a América, vagué por el desierto y me comí una bola de hachís que me habían dado en el Tibet. La visión que tuve me transformó. Nadando en historia en polvo, oí a los reyes muertos que caminaban bajo tierra; escuché fanfarrias resonando en cráneos humanos. Alejandro había resucitado una era de los faraones. ¡Ahora su sabiduría inmortal me inspiraba a mí!" [XI, 10] [véase nota 3]

En ambos casos el punto está en alcanzar de antemano y con total certeza la talla divina con que la "visión" reviste la tarea, y no tanto en descubrir sus aspectos terrenales: lo esencial es dejar abierta la puerta para la "gran tarea", la empresa secreta a la que el personaje no puede renunciar y para cuya satisfacción deberá estar dispuesto a descender a los infiernos: una tarea de la que sólo él conoce su auténtico alcance y su origen divino. Será tras recibir un encargo de la reina Victoria, en una entrevista posterior a la "revelación" del Dios masón, cuando Gull pueda iniciar el sacrificio de las prostitutas; empero, sólo será Gull -no la reina inglesa ni algún miembro de la Hermandad masónica- quien, gracias a esa "revelación" del Dios masón, llegue a comprender el sentido pleno de su empresa y su relación con la tradición de los druidas, la raíz de toda la francmasonería y la "victoria histórica de la Razón sobre el caos de la imaginación": por eso sólo a él se le presentan los resultados de su tarea en el siglo XX por medio de nuevas visiones, en las que se descubre vagando en un edificio de oficinas contemporáneo entre medias de fantasmas humanos y pantallas de ordenador.

Sigue aplicándose lo mismo para Veidt: tras el trance en que culmina su recorrido a través de la ruta de Alejandro Magno, éste ya se halla "predispuesto" a apropiarse de una gran tarea que se corresponda a su "origen", a su (super)verdad. Vuelve a América, y adoptando el nombre de Ozimandias, se enmascara para "conquistar no a los hombres, sino los males que los aquejan" [XI, 11]; es ya inamovible desde entonces el sentido "divino" de su empresa. El episodio que determina esta tarea, completando el esbozo de ella que había en la "visión", es igualmente posterior: la poco afortunada reunión de héroes enmascarados convocada en 1964 por el Capitán Metrópolis [XI, 19], durante la cual Veidt acaba vinculando su semejanza con Ozimandias con la necesidad de "unificar el mundo" desde su aparente retiro: unificar el mundo como moderno Ozimandias, y a la vez ocultar el alcance de esa tarea a los ojos de todos, mediante un gran fraude; pero el fondo de esa "salvación del mundo moderno" sigue siendo el de reconciliarse él mismo con su "origen divino", integrándose en la leyenda de Ozimandias. Como en el caso de Jack el Destripador, no sólo es secreta la identidad de quien queda tras la "gran apariencia engañosa" -en este caso, el cuerpo del fingido invasor extraterrestre, el llamado "calamar"-, sino que hay un secreto de segundo grado, una (super)verdad que sólo llegan a conocer sus sirvientes poco después de ser envenenados y que tampoco es visible para los otros vigilantes: el alcance divino de los actos de quien se ha ocultado tras el gran fraude. Y ése es el secreto que queda, como diría Gull en su infancia, "entre el Señor y yo", tras la realización de la tarea "extremadamente complicada". Pero, ¿dónde termina para el mortal esa "aproximación máxima a la divinidad"? [Véase tambien nuestro "Pasatiempo a partir de una casualidad"]


Dejando aparte nuestra búsqueda de la "tríada de (super)verdades", una invención que les ruego destruyan tan pronto terminen de leer estas líneas, la convergencia más significativa entre Gull y Veidt será la que se produzca al esfumarse de pronto la ficción montada por y ante cada uno de ellos sobre esa tríada, es decir: al invertirse, continuando su propia lógica, el sentido de esas (super)verdades, resultando al final en el más soberano fraude. La (super)verdad que niega la apariencia cotidiana como algo "ficticio", al vaciarse en su plenitud, se invierte y acaba siendo una (super)falsa apariencia, una deformación engañosa de otra cosa que, desde antes, le quedaba por debajo: algo que sólo podía fascinar y ejercer su "poder simbólico" -diría el inglés- ofreciendo, precisamente, una apariencia deformada que intentase suprimir la buena apariencia de lo mundano, tachándola de "confusión", de "mera apariencia que tiene que ser superada". Pero esa (super)verdad no es tal, sino que se ve reducida a espejismo, a trampantojo sutil por el que se acaba perdiendo el contacto con lo mundano; esto se ejemplifica en el caso de la momia de la cortesana de Tebas antes mencionada, que, oculta bajo el gesto inmortal de la serena y bella máscara dorada -cuenta Moore en sus apéndices-, ofrecía después, con su rostro de carne muerta, una mueca nada reconfortante; mientras tanto, atraía hacia su "viaje espiritual" a los "alucinados del otro mundo", recurriendo a ellos para completar su significado.


Al tocar a su término esa aproximación solitaria a la (super)verdad, ninguno de estos dos personajes -Gull y Veidt- habrá cerrado totalmente la "tarea" que les debe igualar a sus "maestros espirituales": a Gull se le ha escapado María Kelly y a Veidt el diario de Rorschach. Pero lo que no ha fallado en su empresa ha sido el derramamiento de sangre, y tampoco la transfiguración de los dos agentes durante la ejecución de la tarea divina: la transfiguración no en aquella (super)verdad, en aquella (super)identidad, sino en lo queda de ella tras abrirle paso por la única vía posible: la ofrenda de sangre ante lo "espiritual puro".
Ya nos hemos referido al capítulo final de From Hell, "La ascensión de Gull", durante el que, poco antes de su muerte, éste se incorpora a un "arco del Templo masónico de la Eternidad" y va cobrando diversas formas espantosas y sobrenaturales en lugares y momentos que se encuentran especialmente vinculados con la sangre humana y los rituales dionisiacos, masónicos o druídicos ("solares", según Moore). En un punto de ese "arco temporal", Gull es descubierto por la mirada del poeta e ilustrador inglés William Blake a finales del siglo XVIII: ahí el poeta lo dibuja como el demonio escamoso y de lengua viperina que aparece en su famosa lámina "Fantasma de una pulga", un demonio necesitado de sangre que parece horrorizarse de su propio apetito.


La imagen que envuelve a Adrian Veidt tras la ejecución de su plan no es ésa, sino la del náufrago del cómic Relatos del Navío Negro, que al final de su travesía, pese a sus "planes bienintencionados", acaba convertido en un miembro de la monstruosa tripulación del barco pirata que debe conducirlo al Infierno [véase apéndice de cap. V de Watchmen]. La pesadilla de Veidt [XII, 27] en que éste se ve "nadando hacia un horrendo..." corresponde a las últimas visiones del náufrago antes de aceptar el cabo que le lanzan desde el Navío Negro [XI, 20 y 23]. Su coqueteo con la divinidad, su fusión con la leyenda de Ozimandias lo aproxima, desde luego, a su "origen divino", a su (super)verdad: pero si ese "origen divino" era una (super)verdad al convocar al personaje, ahora, al tener que tocar a su término el fraude de la "escena fundacional" y en la máxima aproximación entre el "yo aparente" y el "yo verdadero", se ha de revelar como todo lo contrario: seguirá disipándose como una apariencia engañosa hasta convertir al náufrago en un muerto viviente, en alguien que ha conseguido, mediante fuerza de voluntad y falsificación, quitarse de encima todo rubor vital: alguien que ha ingresado en el club de los muertos legendarios, descubriendo que, bajo las máscaras brillantes, sólo hay carne momificada. Tal es la recompensa que puede ofrecer un (super)verdad que no consiste sino en una suplantación. Los cómics de piratas, que habían sustituido a los cómics de superhéroes en los Estados Unidos ficticios de Watchmen [véase III, p. 25], son a su vez desplazados por los cómics de monstruos y muertos vivientes [véase bajo la zapatilla de Seymour en XII, 31]: Tales from the Morgue.


Ahí es donde la lógica del género de superhéroes queda agotada para el Moore de Watchmen y conduce hasta el Infierno -no un infierno metafísico, sino un infierno abierto por la violencia y la persecución de la (super)verdad a costa de las pequeñas verdades, las verdades de la mortalidad- desde el que el cirujano William Gull encabezará la presunta carta de Jack el Destripador: "Desde el Infierno" [cap. IX de From Hell]. De esta manera, la aparición del género de superhéroes en 1938 como un fenómeno propio del mundo "desdivinizado" del siglo XX tendrá que ser comprendida, según Moore, desde los sorprendentes y más cruentos resultados de su descomposición: una ficción que se remonta en forma al año 1888, pero que sólo podría tener lugar contando con los resultados de Watchmen.

-Según Croley, Inglaterra perderá la India en 1950. Las principales potencias mundiales serán Rusia y América. (...)
-(...) ¿Y qué hará que América se convierta en una potencia mundial? ¿Los espectáculos del Salvaje Oeste?
-Bueno: como Frank North le dijo a Cody [Buffalo Bill] allá en el 83... "Dales ilusiones, no realismo". La ilusión del Salvaje Oeste. Caca de vaca. La vendemos, y todo el mundo quiere comprar. No subestime nunca el poder de la caca de vaca, inspector.
[Fragmento de una conversación entre el inspector Abberline y Mexico Joe en el cap. 6 de From Hell]


“¿Qué pide el Señor de ti?” (notas)


(1) El grupo de discusión "X", uno de los "foros" telemáticos del "World Wide Web" en los que, sin gran repercusión, se anuncian los progresos de este cuaderno, nos ha proporcionado una prueba sociológica impremeditada acerca de esta tesis nuestra sobre la "complicidad" entre el lector y la ficción superheroica en tiempos de crisis del Hombre americano. Mucho más que el procedimiento de "libre asociación" que tiene lugar en la consulta del psicoanalista ortodoxo, el anonimato y la "mascarada constante" que rigen el modo de participación del hombre medio en esos "foros" telemáticos ayudan a la exención de cualquier sentido de la vergüenza o la responsabilidad moral sobre las propias intervenciones escritas. No tener que "dar la cara", contar con la necesidad de que aquellos a los que nos dirigimos no estén enfrente de nosotros, invita, sin duda, a dar rienda suelta a las fantasías sobre la participación en las figuras superheroicas -no sé si a "mostrarnos tal como somos". Si bucean en los archivos de ese foro toparán con temas de discusión del siguiente jaez: "¿Qué superpoder te gustaría tener?", "¿Te convertirías en un vigilante?", "¿Qué superhéroe eres?". Dado que nosotros mismos fantaseamos con la posibilidad de contar con un "exceso de poder" que no encaja en el mundo, de convertirnos en Darth Vader o de colocarnos el Anillo Singular para domeñar los desórdenes históricos que nos rodean, no vamos a fingir que nos escandalizamos ante estas manifestaciones.


(2) ¿Qué pasa en el interior del género superheroico con esa tríada de la (super)verdad: origen, identidad, tarea? Ahí algún elemento de la tríada sigue estando presente -aunque los disfraces nos despisten-, sigue operando desde la máquina teatral y en parte mostrando sólo el aspecto que encaja con la continuación de la ficción superheroica. Sin ir más lejos, en los "relatos del origen" de Superman [Action Comics n.1, en Los archivos de Superman (...)] y Batman [Detective Comics n.33, en Los archivos de Batman (...)] ya asoma esa "lógica" de la (super)verdad, aunque precisamente ahí ésta tenga que mostrarse de modo disfrazado, siendo tratada como algo "sin parte oculta" y obvio, desdibujada por medio del rápido "juego de trileros" en que hay que dejarse enredar tanto para leer como para escribir ficciones superheroicas: de otro modo, sería imposible tomar parte en ellas sin titubeo, asumiéndolas sin mostrar un ápice de recelo o indiferencia -lo que está en la otra punta de afectar un "desprecio intelectual" hacia ellas. De Superman sabemos desde la primera página de sus aventuras que es hijo de "un científico de un planeta distante" -no de un hombre común- y que "ha jurado dedicar su existencia a ayudar a los necesitados": tiene un origen extraordinario, una identidad a ocultar y una tarea que, a diferencia de la de Hugo Danner, no se tiene que "robar" a ningún Dios -o eso se sobreentiende, hasta 1986. Bruce Wayne, "en realidad Batman", no ha nacido contando ya con esa (super)verdad que se sobrepone a la llamada "apariencia": pero la tríada se hace un lugar en su vida, se le ofrece como la clave que ha de conducirlo hacia su "forma moral adulta" a partir de la pérdida de sus padres durante un asalto callejero; "días más tarde [de esa pérdida], se produce una escena curiosa", cuando dirigiéndose en una "oración" al Dios (protestante), Bruce Wayne afirma que su propósito es el de "vengar sus muertes luchando el resto de su vida contra el crimen"; el niño acepta la tríada de (super)verdades y acaba siendo Batman, cuando un murciélago se cuela en su despacho años después y le ofrece, "como una premonición", la "identidad secreta" que le faltaba.

(3) A pesar de que, una vez se recupere del éxtasis causado por el hachís, Veidt ya no pueda compartir las "visiones sobre el futuro" que jalonan la tarea divina de William Gull y le sobrevienen durante sus sacrificios al Dios masón, la disciplina que más le interesa es una que él llama "futurología" [XI, 1 y 2], una disciplina de la que dice que tiene un antecedente "en la tradición chamanística de la adivinación a partir de los intestinos".

domingo, 26 de abril de 2009

La sangre, lo verosímil y la transfiguración del superhéroe (I).

[El significado de la violencia en la trama de Watchmen y la renuncia al espectáculo superheroico. La sangre como símbolo de la diferencia entre lo finito y lo infinito.]



(...) Frente al acompañamiento de efectos aparatosos al gusto del público del teatro superheroico, Watchmen toma su propia decisión acerca de la "resolución de conflictos por la vía de la lucha de antagonistas": sujetarla de nuevo, hasta donde sea posible, a la condición vulnerable del cuerpo mortal y a la finitud de las fuerzas del hombre. El cuerpo prodigioso e indestructible del Dr. Manhattan servirá como elemento de contraste de esas limitaciones, y sus superpoderes no serán ya pretexto para la introducción de ningún espectáculo o desenlace que se ajuste al ofrecido por las figuras superheroicas al uso; antes bien, la aparición de esos superpoderes colaborará en la puesta en claro del significado histórico de la presencia de la ficción superheroica en nuestro presente y de la relación general entre ellas y la nostalgia por la ausencia de una "divinidad ajusticiadora" en la culminación de los tiempos modernos -culminación que puede considerarse nuestro horizonte histórico, y que define, al mismo tiempo, el marco de problemas en el que se construye la ficción de esta obra y su posible interpretación, lo que se ha llamado su "postmodernidad". A lo largo de los capítulos III y IV de Watchmen, al tiempo que la trama sigue los pasos del Dr. Manhattan hasta su exilio en Marte, se va haciendo emerger ante el lector una divergencia irreversible entre dos aspectos de la ficción superheroica que habían resultado, justamente en lo que urdidos en ella como su soporte, inseparables -inseparables en ella, se entiende. Al producirse dicha divergencia, se separan -porque quizás nunca habían llegado a estar unidos- los dos hilos que, en tanto complicados, daban lugar a la trama superheroica: los fines de los hombres históricos -los hombres del Sueño Americano- y la mirada del único ser con superpoderes conocido, que al final se revelará, por efecto de esa divergencia, extrañamente cercano a la totipotencia de un Dios de los justos y extraño a toda esperanza de los hombres mortales. Siguiendo esa misma decisión, las páginas de Watchmen reducen las escenas de "acción" según una medida creíble y recuperan en ellas una violencia verosímil, o en otras palabras, una violencia que, practicada y padecida por cuerpos humanos, resultará contundente, cruenta y desigual, y tan alejada del adorno poético o la hipérbole como esa otra violencia que es posible entre los hombres existentes, frente a la de los cuerpos superheroicos. Este giro del "tono de discurso", precisamente por estar aplicado ahí donde se juega todo el sentido de la entrada en escena del superhéroe -ni más ni menos que en la acción, especialmente en el sentido de acción violenta, la que corresponde enfrentar a los hombres de acción-, será suficiente a la hora de sacar a luz la tramoya de sus ficciones. Es más: el modo en que se presente esta violencia determinará si estamos manteniéndonos en la ortodoxia del género o si, al contrario, comenzamos a ponerlo patas arriba: pues sólo mediante determinado tratamiento de dicha violencia, cuya fórmula secreta se patentó inadvertidamente junto a la primera historieta de Superman y era desconocida en los antecedentes "pulp" del género, puede componerse ficticiamente una figura superheroica. Según la lectura que aquí desarrollaremos, la primera entrada en escena de la sangre en Watchmen -casualmente o no marcada por la compañía de una sonrisita amarilla- pone en marcha ante el espectador un reloj que, como el tiempo de una comedia, corre en contra del encumbramiento de todo superhéroe, y todavía más, en contra del propio género de superhéroes y del papel de éstos en el mundo contemporáneo. La mirada del espectador queda, en el mismo proceso marcado por la sonrisa y la mancha de sangre, en parte rota junto al ídolo y en parte recuperada para un tiempo carente de superhéroes y valores superheroicos: "el nihilismo perfecto y la recuperación del sentido tras el nihilismo". ¿Cómo es esto, y -por fin, como prometíamos exponer en el encabezamiento- qué tiene que ver la sangre con ello?


La sangre, lo verosímil y la transfiguración del superhéroe (II).



Los "excesos" de poder de Superman, esto es, los superpoderes o -en palabras de sus primeros autores- "atributos milagrosos" que lo acompañan en la acción como Hombre del Mañana, no sólo aseguraban la consecución de su victoria sobre "el mal y la injusticia", sino que facilitaban que ésta pudiese tener lugar con la limpieza angélica de una reconvención sólo verbal, incluso yendo mucho más allá de lo verbal. Sólo porque Superman, el Hombre de Acero o del Mañana [nota 1] aventajaba sobradamente a sus oponentes en fuerza muscular, velocidad y en resistencia a balazos y cuchilladas, podía permitirse enfrentarse a ellos con la mano firme y suave de un adulto que sofrena la pataleta de un niño y se lo coloca bajo el brazo para darle una lección de comportamiento -de hecho, en el Superman de ACTION COMICS esta "pedagogía" o una humillación similar, consumada siempre a la vista del lector, solía ser el expediente que se daba a las figuras vulgares que amenazaban la tranquilidad del American Way; no era así en el caso de los supervillanos que, como el Ultrahumano, parecían morir al atacar a Superman, pero que reaparecían para contraatacar en siguientes episodios: de esa manera, nunca era recusable, censurable o suficiente la pena sentenciada y aplicada por el superhombre [nota 2]. Un sobrante de poder, un excedente de potencia corporal, era en todo caso la condición en que un triunfo del superhéroe podía tener lugar como tal: porque si bien hay muchas historias ficticias que se resuelven de modo favorable para los protagonistas tras lances peligrosos -como en el caso de las novelas de aventuras o del cine bélico- sólo en esa holgura de potencias tiene lugar en toda su propiedad la acción y la resolución superheroicas de la incertidumbre narrativa. Sería decepcionante, en efecto, que este triunfo tuviese lugar por el concurso ciego de una suerte favorable o gracias a casualidades incontroladas: porque cuando eso ocurriese, nos estaríamos poniendo, en el ápice del relato, al alcance de la risa y la comedia [ya nos detendremos sobre esto].




Mas el primer rendimiento escénico de los superpoderes es, en lo que toca a la guarda de la pureza de la acción superheroica, el de evitar que la acción se muestre en su brutalidad material y su asimetría irreductible; el de disfrazar esta acción para que aparente ser la restauración humilde de una armonía previa, comprendida como "plan (divino)" que deja todas las cosas en su sitio, "concordia universal", "estado natural" o estado final del mundo que es simplemente conservado por la intervención del superhéroe o repuesto por ella; en todo caso, este "estado de concordia restaurado y no impuesto", exento de toda parcialidad y libre de la huella personal del superhéroe, no dejará lugar a disensiones o problemas por la oposición de "otras partes" u otras razones e intereses que puedan haber sido sometidos y subyugados durante la consecución de esa paz. Si en medio de esa "paz", ese "orden de las cosas" y esa concordia recuperados por medio de la intervención superheroica vuelven a aparecer "malvados" y no sólo males accidentales, su plantilla deberá estar compuesta por hombres cegados por una "sinrazón luciferina" [la del Joker] que se niega a participar en la lógica total y neutra repuesta por el superhéroe, generosa como "caída del Cielo", salida de una Razón universal histórica contra la que no caben argumentos, porque monopoliza todos los argumentos posibles, o al menos, los que conducen la historia a una "buena conclusión", a un triunfo de la Justicia "al final de los tiempos". Los superhéroes, a este respecto, suplen la mano del (ausente) Dios-Relojero que podía intervenir milagrosamente en el restablecimiento de la "buena marcha" de la Creación (mecanicismo del siglo XVII) o que ya no interviene en la máquina del mundo a despecho de sus leyes, sino que se manifiesta en la visible Armonía del Reloj, el Sistema de la Naturaleza, no en la Revelación (deísmo del siglo XVIII).






Por tanto, a este primer rendimiento escénico de un "exceso" de potencia corporal desplegado en los superpoderes, a este efecto del "disfraz incruento" del carácter finito y parcial de toda violencia empujada por los antagonismos, le sigue un mayor premio: el de hacer invisible el carácter necesariamente parcial de la resolución del enfrentamiento, el de maquillar hasta hacer parecer "inmaculada" toda paz que resulte de la imposición de las potencias del superhéroe sobre los antagonistas o cursos de acontecimientos que le salen al paso como sus negadores. Nunca conoció la Historia paz que no tuviese que ir determinada por un sello victorioso: cuando se hablaba de Pax romana en la Antigüedad, se excluía por tanto que esa paz pudiese ser, en sus contenidos positivos -sus instituciones universales, el Derecho romano, su comercio, las obras públicas romanas, la difusión del latín y las técnicas romanas- la misma que la conducida por cualquier otro imperio histórico del momento, tras un relativo triunfo político, militar y comercial sobre los pueblos del mundo a su alcance. En cambio, la paz y el orden recuperados por los superhéroes carecen, en principio, de adjetivo que los determinen, aunque pueda entenderse que responden a la condición de generarse en las lindes del American Way. Igual que los superhéroes desconocen los límites humanos en sus potencias corporales, podrían ser capaces de dar lugar a empresas políticas universales libres de la parcialidad y las precariedades de los imperios construidos por hombres mortales: podrían introducir en la historia la ensoñada Paz perpetua de la que habló Kant o la unidad del universo (unidad bajo él mismo, un dios) que reclamaba Alejandro de Macedonia en el siglo IV antes de de Cristo. La cuestión sería si finalmente el American Way -el "modo", pero también la "vía americana"- conducirá a los norteamericanos y a todos los que se sumen a ellos hacia una paz en el Sueño, una paz ensoñada, sin determinaciones ni límites, como la superheroica: la Armonía dispuesta por un Dios (americano) para todas las cosas de la Creación y sólo turbada por la soberbia luciferina de los supervillanos, pero presentada en una época que, carente de Dios, se ha inventado a los superhombres. Y la segunda cuestión es la de si, de existir los superhéroes y ser posible por su constante intervención una paz superheroica (The Peace of the Supermen) en la que todo progresase hacia mejor, esta paz podría prescindir de su determinación, su condición limitante -"superheroica"-, y dejar de ser una imposición parcial de los superhéroes (americanos) sobre las naciones humanas. Ésa es la dificultad travestida y enfrentada magistralmente por el escritor Mark Millar en los tres números de Superman Rojo (Superman Red Son, DC comics, 2003), ficción (americana) en la que se juega con el desarrollo de una "historia alternativa de Superman", en la que el Hombre del Mañana, al aterrizar en nuestro mundo en 1938 siendo un infante, es adoptado por la URSS y se convierte en el sucesor de Stalin, logrando por su actuación como líder y superhéroe aislar política y económicamente a los Estados Unidos durante la Guerra Fría; cuando años después está a punto de cerrar el círculo global de su Paz soviética superhumana y tiene la posibilidad de anular las últimas resistencias a su "armonización" universal, una pregunta de Lex Luthor le hará caer en la cuenta de que, a pesar de haber ganado para la URSS y todo el globo comunista un orden social óptimo -en el que gracias a su previsión y sus superpoderes no se producen accidentes graves, crisis económicas, pobreza o guerras- ha convertido el mundo entero en un juguete suyo, en una miniatura sobre la que es él quien despóticamente, en nombre de todas las naciones humanas, da el fundamento de tal "ordenación de todas las cosas hacia mejor".



Prescindiendo de la "enseñanza final" de Superman Rojo sobre la capacidad humana de "ordenar todo hacia la concordia universal" sin necesidad de Hombres del Mañana, veremos que también una de las líneas problemáticas principales abiertas por Watchmen incide sobre la relación entre los superhéroes y la entrada de la historia en una "Concordia universal", construida sobre la "pureza" e imparcialidad angelical de una intervención superheroica. Una sola gota de sangre puede bastar, empero, para que la fuente de tal "paz superheroica" vuelva a quedar manchada por las limitaciones y miserias de toda obra humana. En esas condiciones, las aguas manadas de esa fuente serán perpetuamente turbias y podrán dejar lugar, una y otra vez, a los gérmenes de conflictos ulteriores: "Nada acaba, Adrian. Nada acaba nunca", son las palabras que despiden a Adrian Veidt/Ozimandias en la trama de Watchmen.

La sangre, lo verosímil y la transfiguración del superhéroe (III).


En muy pocos casos encontraremos que los superhéroes se vean inmersos, dentro de su propio espectáculo, en una violencia cruenta, teñida del rojo de la sangre que escurre sobre las primeras viñetas de Watchmen. La presencia de la sangre en la primera viñeta de Watchmen manifiesta que, a partir de ahí y hasta una última viñeta, la acción de los hombres disfrazados volverá a tener que desplegarse a través de "intervenciones parciales" -dramáticas en tanto producen efectos y significados que sobrepasan a sus propios agentes-, limitadas por los efectos de una primera transgresión punible o más bien sujetas a un logro provisional; se reintroduce en la escena la condición de "finitud" que, por abstracción y disimulo, el género le había negado a la violencia superheroica, presentándola como ajusticiamiento irrecusable, casi escatológico o conforme al Juicio infalible de un Dios. A este respecto, ajustarse a lo verosímil no significa abundar en la profusión de sangre sino, como en el teatro, saber exhibirla en el momento y en la medida más adecuados a la devolución de la ficción al público; sorprendentemente, por mor de la verosimilitud debe faltarse en parte al rigor de una exhibición total de la verdad, de tal manera que, por ejemplo en los efectos especiales del cine o el teatro, la presencia del color rojo de una mezcla artificiosa similar a la sangre suele tener más fuerza dramática que la del rojo de un remedo fiel. Pero esta divergencia de lo existente y lo verosímil no impide que sigamos argumentando como lo venimos haciendo: en la medida en que los enfrentamientos ficticios deban sujetarse en alguna medida a la pesantez y limitación de los cuerpos orgánicos en lugar de refugiarse en la ligereza vacía de las imágenes, las actuaciones de los superhéroes quedarán manchadas de sangre; y esta mácula, por pequeña que sea, deshará ya toda posibilidad de que se mantengan en su pureza, su serena imparcialidad ficticia, su pertenencia al "Todo" bondadoso de un mundo óptimamente ordenado. La pureza, aunque sólo se conozca por contraste con lo mezclado, no admite rebaja en ningún grado: es plena o no es. Ahí, en la mancha de sangre, comienza el desenvolvimiento de la figura del superhéroe hacia su contrario, un contrario que ya no estará dado, como el supervillano, a la medida de su confirmación. En su mismo elemento ficticio, pero sometido a una lógica que ya no es la de su género -en la ruptura con esa lógica estriba la rareza de Watchmen-, el superhéroe quedará convertido en el pirata, reuniéndose con él por efecto de los significados que lo van envolviendo ante el lector a partir de la aparición de una primera mancha de sangre [1, I]. Merced a la entrada de esta mancha se van delatando ante el público los horrores de la secreta obra de Ozimandias y se van dando las condiciones en que la acusación contra él podrá quedar completa al final de la historia [28, XII], cuando dicha mancha cierra el nudo en que se han ido encontrando diversas series de acontecimientos.




Mientras se van enredando esos hilos ficticios, el "salvador del mundo" insiste en presentar la violencia delatada por esa mancha de sangre -la de todos los que van quedando enterrados junto al secreto de su "gran intervención"- como una reintroducción de armonía en el mundo, semejante a la que sigue a la violencia incruenta del superhéroe. La reunión final de la figura del náufrago/superhéroe y la figura del pirata está anunciada en Watchmen por la aparición de esa significativa mancha de sangre, y se va haciendo inevitable y plena según los fragmentos del "cómic dentro del cómic" Relatos del Navío Negro comienzan a sobreponer su sentido al del relato central de Watchmen, desvelándose ante el lector como alegoría del destino de Adrian Veidt.



¿Cómo puede marcar tan temprana y sumariamente esa mancha de sangre el progreso de toda la trama de Watchmen? Para poder responder a esta cuestión debemos antes pensar qué entraña la aparición de la sangre en la escena frente al triunfo de la figura del superhéroe. En primer lugar, una mancha de sangre porta dentro de la escena ficticia -incluso muy a pesar del espectador, que quizás pedía un espectáculo menos verosímil- todo el recuerdo del carácter finito y precario de los cuerpos orgánicos reales. La vida de los cuerpos mortales, de modo dramático en el caso del hombre, está sujeta a una reposición constante frente a las agresiones del medio y de otros individuos vivos, pendiente de una homeostasis acrobática que nunca llega a ser tan perfecta como para aproximarse al límite de invulnerabilidad o de ilimitada capacidad de recuperación que se atribuía en otros tiempos a los cuerpos inmortales (divinos), y que hoy pertenecería acaso a los cuerpos de los superhéroes -o en todo caso, a su figura "pensada hasta el final": la del Dr. Manhattan. En la escena de la muerte de Hollis Mason esta diferencia entre los cuerpos humanos y los cuerpos superheroicos (ficticios) -una diferencia que se resuelve mediante el encuentro violento de dos lógicas incongruentes: la de la leyenda del enmascarado Búho Nocturno y la biografía del viejo Mason-, queda señalada y lanzada al lector por el derramamiento de la sangre del anciano, en un momento dramático de la trama que basta para deshacer en el espectador habitual de las ficciones superheroicas la inconfesable decisión de "intercambiar los papeles con el protagonista" -lo que el joven Mason intentó hacer respecto del Superman de ACTION COMICS, según él mismo declara en su autobiografía [véase "Hugo Danner, o el hombre que (...) I"].





Pero aquí no sólo se juega a abundar en la distancia entre lo verosímil y lo superheroico, como en un corolario más del salto entre la finitud y la infinitud. En segundo lugar, y gracias a ese primer significado, la sangre representa la imposibilidad dramática de hacer saltar, desde dentro de la misma historia, los límites entre la divinidad y la mortalidad; la futilidad de todo intento de burlar las incongruencias de estas dos y reconciliar ambas mediante una "última violencia", o una "gran intervención" titánica, que en el mundo del American Way ha de ser superheroica -los "Nuevos Titanes" que vislumbra Hugo Danner al final de Gladiator son, en efecto, los superhéroes [véase "Hugo Danner, o el hombre que (...) II"]. La consecuencia inmediata de la ruptura de esta prohibición sobre la trama es la inversión del sentido de los derramamientos de sangre que se producen al paso de las intervenciones del héroe Ozimandias -un mortal que reniega de su propia mortalidad-, quien pretende divinizarse a sí mismo franqueando para todos los mortales el paso a una divinización de la historia: mientras que, sopesados en relación al espejismo, estos derramamientos son "sacrificios necesarios", engaños mediante los que se atrae la divinidad de los dioses ausentes para aprehenderla, el desarrollo dramático de la trama más allá de la previsión y el poder del agente mortal acaba arrojando sobre esa "paga sangrienta" un significado perverso -como veremos, más cercano al de los asesinatos del Dr. Gull en From Hell de lo que Moore hubiese podido anticipar. La sangre derramada deja de ser "paga" o instrumento y se convierte en acusación y anticipo de la parcialidad de la intervención del gran actor y oculto protagonista; en consecuencia, su rojo contiene una confirmación por parte de la escena de que el héroe ya no conseguirá -primera viñeta- ni ha conseguido -última viñeta- sobreponerse a su propia finitud y reclamar su propia divinidad junto al Imperio del mundo (armonizado), reuniendo secretamente un poder más allá de todas las partes en conflicto, un poder de Demiurgo que inserta armonía en el cosmos. Tan pronto ha tenido lugar el "pago sangriento", ha tenido lugar la "mancha" que impide hacerse con ese "poder imparcial", la infección que suprime el triunfo final y el paso a la epopeya. Esta transfiguración del sentido de las intervenciones del (super)héroe es, por otro lado, una transformación de la figura misma del superhéroe ante el espectador -o quizás, un simple redescubrimiento de lo que ya estaba antes disfrazado en ella. Uno de los aspectos ficticios fundamentales de esa figura ha quedado al descubierto y ha sido sometido a una prueba de fuego que no ha superado: si hay intervención (violenta o no), por más ficticia que sea ésta, tendrá que ser parcial; en cuanto más nos atengamos a los límites de los verosímil, menos dispuestos estaremos a fingir que se produce algo así como "armonía neutral" a partir de esa intervención -en especial, cuando entraña alguna violencia-, o lo que es igual, menos nos prestaremos a colaborar en la constitución del espectáculo superheroico. Las cuestiones son: "¿qué impide que un personaje mortal (por verosímil) se reúna con la leyenda que ha conducido su vida?", o para situarnos en el contexto de Watchmen: "¿qué marca entre usted, lector mortal, y las ficciones superheroicas, una incongruencia insalvable que, sólo en lo que olvidada, permite tomar parte en ellas, participar de ellas, dejarse embaucar por ellas?". Habíamos respondido ya: la sangre de las viñetas de Watchmen tiene esa función de símbolo, de "recuerdo" de algo que no se tiene que olvidar, y que olvidado, da lugar a confusiones desastrosas. Y lo olvidado es -ya lo decimos, aunque sólo provisionalmente- que ningún agente inmerso en la acción puede tomar el papel del Demiurgo y hacer valer su intervención -especialmente si es violenta- como una "recomposición del Orden","una enmienda a la obra de un Demiurgo ausente", o "una vuelta a la Armonía rota" -haya sido ésta "rota" por los males históricos y las miserias de los hombres, como cree Veidt, o por la codicia de los supervillanos, como ocurre en el mundo de los superhéroes. Esas intervenciones prodigiosas -por no decir milagrosas- son las que abundan en la constitución (ficticia) del género superheroico y las que requieren de su constante disfraz del viejo deus ex machina -ya veremos esto. Pues el triunfo del género superheroico estriba en eso: en su arte a la hora de fingir una serie de intervenciones violentas que, gracias a un sobrante de poder, dejan de ser cruentas, dramáticas o parciales; en su saber ganarse, al mismo tiempo, la colaboración del lector, dándole ahí donde más débil es: en la resolución atlética, neutra y sumaria -fingida- de las fragilidades y los desajustes de su propio mundo histórico (americano, en este caso). La promesa "inocente" de la ficción superheroica queda delatada en la trama de Watchmen: el mundo, la gran situación escénica que Veidt "intenta salvar", no admite que sus intervenciones violentas desaparezcan como tales y queden anuladas en el restablecimiento imparcial de una equidad previa a la violencia del superhéroe, una Justicia no comprometida o "manchada", en tanto previa e independiente de esta violencia, por los medios que pueda haber desplegado esa intervención. En cambio, en la ortodoxia de la ficción superheroica, justamente es en esa vuelta de la situación a la "imparcialidad inicial" donde se intenta hacer ver que, frente a los superhéroes, no hay oposición real que valga, sino que por medio de su intervención la oposición de los injustos queda reducida a cero, privada de contenidos positivos propios o fuerzas que tengan que ser rechazados y frenados por la parte del valedor de la gran Justicia: el derramamiento de sangre, es decir, de la sangre de los "ajusticiados" por el superhéroe, no compromete la "imparcialidad" de la Justicia restablecida -por eso no tiene que producirse tal derramamiento ante el espectador- porque tampoco colabora, supuestamente, en la determinación del sentido de la lucha misma, que es -a priori- el de un restablecimiento de los justos frente a los injustos. Pero el caso es que toda lucha, con derramamiento de sangre o sin él -pero más palmariamente cuando hay "mancha" de sangre- supone una imposibilidad de volver a la situación de equilibrio previa, a la presunta "igualdad" o equidad imparcial de salida: a no ser que dicha violencia tenga lugar con la sanción de un Dios.


La sangre, lo verosímil y la transfiguración del superhéroe (notas).

(1) ¿En qué sentido hay "Hombres del mañana" entre nosotros que puedan ejercer de superhéroes? Superman es "el Hombre del Mañana", aunque sólo en el sentido de que, nacido con fuerzas de un Mañana "más evolucionado que el Hoy", sigue compartiendo plenamente con el hombre impotente del Hoy una idea perenne de la justicia (a la americana, claro está); de esa manera, este superhombre, ejerciendo los poderes del Mañana, se resolvería en todo caso a hacer para el hoy lo mismo que este hombre del hoy no puede hacer -pero querría hacer- con sus limitadas fuerzas corporales, en lugar de quedar de brazos cruzados, como hombre "de otros tiempos", ante unos acontecimientos cuyo desarrollo le deja indiferente. Y presentando este mismo razonamiento a la inversa: para que se cumpla esta coincidencia del hombre y del superhombre en la misma Justicia -con mayúscula inicial, aunque no se trate de una personificación-, ¿no debería ser ya la justicia del Hoy la misma que imperará sobre el Mañana, esto es, una justicia del Mañana, una justicia incuestionable (¿escatológica o apocalíptica?), que se mantiene igual a sí misma como Sueño desde que es descubierta en la distancia por los que andan el American Way? ¿Por qué la justicia del Mañana iba a ser también la justicia del Hoy? ¿Y por qué no nos iba a parecer inhumana o inmoral la actuación de un auténtico Hombre del Mañana, como ya nos parece terrible el "ojo por ojo" del pasado?







Este mismo espejismo de la "perennidad" de la Justicia -con mayúscula inicial- del Sueño Americano se volverá a formar en uno de los discursos más célebres del Capitán América, cuya cita supone por sí misma una contribución a la "fenomenología del superhéroe" que intentamos llevar a cabo en estas páginas: el discurso por el que el Capitán América, presentado como candidato presidencial por un fingido Partido Populista Nacional, renuncia públicamente a la posibilidad de que una "personificación de la libertad y los derechos civiles" -él- sea la cabeza del Gobierno de los Estados Unidos. En el nº 250 USA (Octubre de 1980) de Capitán América -reeditado recientemente en español en la línea Marvel Gold de Panini Cómics-, Roger Stern y John Byrne sitúan en esa dificultad moral al supersoldado de América, ante la que éste discurre como sigue: "(...) He trabajado y luchado por el crecimiento y progreso del Sueño Americano. (...) En los primeros años cuarenta me comprometí personalmente a defender el Sueño. Y mientras el Sueño no se materialice del todo, no puedo abandonarlo. Por eso espero que entiendan... que, con toda justicia, no puedo ser su candidato. Deben encontrar entre ustedes a las personas necesarias para mantener fuerte esta Nación, y si Dios quiere, contribuir a materializar el Sueño Americano." Entendemos entre líneas: el Sueño, materializado en parte, más o menos deficiente en su realización pero siempre perfecto y rebosante de bondades en su idea, es el fin previo e incorruptible y todo el fundamento de la actividad del Capi y de la misma dirección política y espiritual de la Nación norteamericana. Esto es algo que ya no puede deliberarse desde dentro de ella ni quedar en juego mediante ninguna opción política entre partidos "intervencionistas" o "pacifistas", "republicanos" o "demócratas". En las elecciones presidenciales de los EEUU que conocemos, sólo puede ganar el Capitán América -gane quien gane-; del mismo modo, en la construcción del mundo anunciado por América en su Sueño, se espera que el espíritu de Union Jack, compañero del Capi en el grupo especial de combate Los Invasores durante la II Guerra Mundial, esté siempre presente en la política del Imperio inglés -y sin embargo, ¿no fue Alan Moore, un inglés, quien recuperó a Union Jack para convertirlo en el Capitán Britannia y reírse de él?-. En ser conducida por su Sueño sin poder ser todavía un sueño -¿o pudiendo serlo en algún sentido?- estriba el destino de la América contemporánea, pero también la razón de la necesidad de que los superhéroes sigan actuando como tales en ella, y no como dirigentes políticos: eso es lo que acaba de decir el Capi. En otras palabras: los superhéroes han de abrir el camino entre el hombre común y el Sueño, resultando tan inmarcesibles y puros en su servicio al Sueño como lo es el propio Sueño. Es por esto por lo que sus conciudadanos necesitan de ellos en las calles -y no más bien en un despacho-: los necesitan actuando en las calles para realizar y desbrozar de malezas el territorio del Sueño tanto como nosotros necesitamos de ellos sobre el papel para soñar el Sueño: porque ellos, actuando como tales -para unos en las calles, para otros sobre el papel- son la garantía de que la comunicación con esa "imagen ideal" en la distancia -el Sueño- no se interrumpa para nosotros, lectores, independientemente de que, sólo dentro del papel, sea posible hacer algún avance hacia ese Sueño, y de que, fuera del papel, el Sueño sea siempre un trampantojo, necesario como presunta dirección de una locomotora histórico-política que marcha sobre carriles metálicos nada ensoñados. Además, el Capi es un hombre del pasado -un supersoldado de los tiempos de la II Guerra Mundial caído accidentalmente en animación suspendida y después recuperado por América en los sesenta- que, pese a serlo, puede presentarse igualmente como hombre del Mañana: porque su mañana, como el mañana de Superman, no es el mañana cronológico de la historia contemporánea, sino el mañana del tiempo en el que la Idea americana del hombre, esto es, el Sueño, se va convirtiendo en valor supremo y sentido irrebasable, fuente de todos los valores -y por eso mismo, deshaciendo.
Adelantemos algo más sobre lo que evitaremos hacer de aquí en adelante. No nos vamos a rasgar las vestiduras ni vamos a limitarnos a acusar al Capi de "adalid imperialista de los USA": los superhéroes hacen y dicen a todas claras lo que tienen que hacer y decir, y es así como dejan lugar a que se muestre en ellos algo que, ni por asomo, se trata de una mera "actitud pro-belicista" o una sordera deliberada frente a las razones de los "malos" que se pueda contrarrestar con un mensaje pacifista, con "intenciones de paz". Nuestra perspectiva histórica ni siquiera se sorprende de que tengan los EEUU que actuar como imperio político real, del mismo modo que lo hacen otros. Es por esto que no se puede decir gran cosa de los superhéroes si sólo se interpreta su aparición en términos de una oposición ingenua entre "los malos" (los que amenazan la consecución del Sueño) y "los buenos" (los defensores del Sueño), que es quizás la que opera explícitamente como motivo psicológico de sus autores: del mismo modo, es igualmente miope probar a invertir en ellos esa oposición, cambiando los papeles, o someterla sencillamente a un "relativismo" que los reduce a propaganda soterrada. Ir más allá de lo explícito, al mismo tiempo opaco y plenamente transparente, es el propósito de este trabajo.


(2) Los superenemigos contumaces son, considerados como parte del triángulo que forman con el superhéroe y el público antes que en su apariencia sobre el papel, los mejores aliados de éste en lo que toca a la ejecución de su espectáculo ante los lectores, y por lo mismo, al mantenimiento de su juego teatral: deben conseguir excepcionalmente que el exceso de poder del superhéroe esté a punto de no dar abasto en el ajusticiamiento de justos e inicuos, de tal guisa que el lector haga suya la presentación habitual de tal exceso, que termina perdiéndose de vista como tal. ¿Cómo no iban a merecerse quedar exentos de esa pedagogía humillante?