domingo, 26 de abril de 2009

La sangre, lo verosímil y la transfiguración del superhéroe (I).

[El significado de la violencia en la trama de Watchmen y la renuncia al espectáculo superheroico. La sangre como símbolo de la diferencia entre lo finito y lo infinito.]



(...) Frente al acompañamiento de efectos aparatosos al gusto del público del teatro superheroico, Watchmen toma su propia decisión acerca de la "resolución de conflictos por la vía de la lucha de antagonistas": sujetarla de nuevo, hasta donde sea posible, a la condición vulnerable del cuerpo mortal y a la finitud de las fuerzas del hombre. El cuerpo prodigioso e indestructible del Dr. Manhattan servirá como elemento de contraste de esas limitaciones, y sus superpoderes no serán ya pretexto para la introducción de ningún espectáculo o desenlace que se ajuste al ofrecido por las figuras superheroicas al uso; antes bien, la aparición de esos superpoderes colaborará en la puesta en claro del significado histórico de la presencia de la ficción superheroica en nuestro presente y de la relación general entre ellas y la nostalgia por la ausencia de una "divinidad ajusticiadora" en la culminación de los tiempos modernos -culminación que puede considerarse nuestro horizonte histórico, y que define, al mismo tiempo, el marco de problemas en el que se construye la ficción de esta obra y su posible interpretación, lo que se ha llamado su "postmodernidad". A lo largo de los capítulos III y IV de Watchmen, al tiempo que la trama sigue los pasos del Dr. Manhattan hasta su exilio en Marte, se va haciendo emerger ante el lector una divergencia irreversible entre dos aspectos de la ficción superheroica que habían resultado, justamente en lo que urdidos en ella como su soporte, inseparables -inseparables en ella, se entiende. Al producirse dicha divergencia, se separan -porque quizás nunca habían llegado a estar unidos- los dos hilos que, en tanto complicados, daban lugar a la trama superheroica: los fines de los hombres históricos -los hombres del Sueño Americano- y la mirada del único ser con superpoderes conocido, que al final se revelará, por efecto de esa divergencia, extrañamente cercano a la totipotencia de un Dios de los justos y extraño a toda esperanza de los hombres mortales. Siguiendo esa misma decisión, las páginas de Watchmen reducen las escenas de "acción" según una medida creíble y recuperan en ellas una violencia verosímil, o en otras palabras, una violencia que, practicada y padecida por cuerpos humanos, resultará contundente, cruenta y desigual, y tan alejada del adorno poético o la hipérbole como esa otra violencia que es posible entre los hombres existentes, frente a la de los cuerpos superheroicos. Este giro del "tono de discurso", precisamente por estar aplicado ahí donde se juega todo el sentido de la entrada en escena del superhéroe -ni más ni menos que en la acción, especialmente en el sentido de acción violenta, la que corresponde enfrentar a los hombres de acción-, será suficiente a la hora de sacar a luz la tramoya de sus ficciones. Es más: el modo en que se presente esta violencia determinará si estamos manteniéndonos en la ortodoxia del género o si, al contrario, comenzamos a ponerlo patas arriba: pues sólo mediante determinado tratamiento de dicha violencia, cuya fórmula secreta se patentó inadvertidamente junto a la primera historieta de Superman y era desconocida en los antecedentes "pulp" del género, puede componerse ficticiamente una figura superheroica. Según la lectura que aquí desarrollaremos, la primera entrada en escena de la sangre en Watchmen -casualmente o no marcada por la compañía de una sonrisita amarilla- pone en marcha ante el espectador un reloj que, como el tiempo de una comedia, corre en contra del encumbramiento de todo superhéroe, y todavía más, en contra del propio género de superhéroes y del papel de éstos en el mundo contemporáneo. La mirada del espectador queda, en el mismo proceso marcado por la sonrisa y la mancha de sangre, en parte rota junto al ídolo y en parte recuperada para un tiempo carente de superhéroes y valores superheroicos: "el nihilismo perfecto y la recuperación del sentido tras el nihilismo". ¿Cómo es esto, y -por fin, como prometíamos exponer en el encabezamiento- qué tiene que ver la sangre con ello?


La sangre, lo verosímil y la transfiguración del superhéroe (II).



Los "excesos" de poder de Superman, esto es, los superpoderes o -en palabras de sus primeros autores- "atributos milagrosos" que lo acompañan en la acción como Hombre del Mañana, no sólo aseguraban la consecución de su victoria sobre "el mal y la injusticia", sino que facilitaban que ésta pudiese tener lugar con la limpieza angélica de una reconvención sólo verbal, incluso yendo mucho más allá de lo verbal. Sólo porque Superman, el Hombre de Acero o del Mañana [nota 1] aventajaba sobradamente a sus oponentes en fuerza muscular, velocidad y en resistencia a balazos y cuchilladas, podía permitirse enfrentarse a ellos con la mano firme y suave de un adulto que sofrena la pataleta de un niño y se lo coloca bajo el brazo para darle una lección de comportamiento -de hecho, en el Superman de ACTION COMICS esta "pedagogía" o una humillación similar, consumada siempre a la vista del lector, solía ser el expediente que se daba a las figuras vulgares que amenazaban la tranquilidad del American Way; no era así en el caso de los supervillanos que, como el Ultrahumano, parecían morir al atacar a Superman, pero que reaparecían para contraatacar en siguientes episodios: de esa manera, nunca era recusable, censurable o suficiente la pena sentenciada y aplicada por el superhombre [nota 2]. Un sobrante de poder, un excedente de potencia corporal, era en todo caso la condición en que un triunfo del superhéroe podía tener lugar como tal: porque si bien hay muchas historias ficticias que se resuelven de modo favorable para los protagonistas tras lances peligrosos -como en el caso de las novelas de aventuras o del cine bélico- sólo en esa holgura de potencias tiene lugar en toda su propiedad la acción y la resolución superheroicas de la incertidumbre narrativa. Sería decepcionante, en efecto, que este triunfo tuviese lugar por el concurso ciego de una suerte favorable o gracias a casualidades incontroladas: porque cuando eso ocurriese, nos estaríamos poniendo, en el ápice del relato, al alcance de la risa y la comedia [ya nos detendremos sobre esto].




Mas el primer rendimiento escénico de los superpoderes es, en lo que toca a la guarda de la pureza de la acción superheroica, el de evitar que la acción se muestre en su brutalidad material y su asimetría irreductible; el de disfrazar esta acción para que aparente ser la restauración humilde de una armonía previa, comprendida como "plan (divino)" que deja todas las cosas en su sitio, "concordia universal", "estado natural" o estado final del mundo que es simplemente conservado por la intervención del superhéroe o repuesto por ella; en todo caso, este "estado de concordia restaurado y no impuesto", exento de toda parcialidad y libre de la huella personal del superhéroe, no dejará lugar a disensiones o problemas por la oposición de "otras partes" u otras razones e intereses que puedan haber sido sometidos y subyugados durante la consecución de esa paz. Si en medio de esa "paz", ese "orden de las cosas" y esa concordia recuperados por medio de la intervención superheroica vuelven a aparecer "malvados" y no sólo males accidentales, su plantilla deberá estar compuesta por hombres cegados por una "sinrazón luciferina" [la del Joker] que se niega a participar en la lógica total y neutra repuesta por el superhéroe, generosa como "caída del Cielo", salida de una Razón universal histórica contra la que no caben argumentos, porque monopoliza todos los argumentos posibles, o al menos, los que conducen la historia a una "buena conclusión", a un triunfo de la Justicia "al final de los tiempos". Los superhéroes, a este respecto, suplen la mano del (ausente) Dios-Relojero que podía intervenir milagrosamente en el restablecimiento de la "buena marcha" de la Creación (mecanicismo del siglo XVII) o que ya no interviene en la máquina del mundo a despecho de sus leyes, sino que se manifiesta en la visible Armonía del Reloj, el Sistema de la Naturaleza, no en la Revelación (deísmo del siglo XVIII).






Por tanto, a este primer rendimiento escénico de un "exceso" de potencia corporal desplegado en los superpoderes, a este efecto del "disfraz incruento" del carácter finito y parcial de toda violencia empujada por los antagonismos, le sigue un mayor premio: el de hacer invisible el carácter necesariamente parcial de la resolución del enfrentamiento, el de maquillar hasta hacer parecer "inmaculada" toda paz que resulte de la imposición de las potencias del superhéroe sobre los antagonistas o cursos de acontecimientos que le salen al paso como sus negadores. Nunca conoció la Historia paz que no tuviese que ir determinada por un sello victorioso: cuando se hablaba de Pax romana en la Antigüedad, se excluía por tanto que esa paz pudiese ser, en sus contenidos positivos -sus instituciones universales, el Derecho romano, su comercio, las obras públicas romanas, la difusión del latín y las técnicas romanas- la misma que la conducida por cualquier otro imperio histórico del momento, tras un relativo triunfo político, militar y comercial sobre los pueblos del mundo a su alcance. En cambio, la paz y el orden recuperados por los superhéroes carecen, en principio, de adjetivo que los determinen, aunque pueda entenderse que responden a la condición de generarse en las lindes del American Way. Igual que los superhéroes desconocen los límites humanos en sus potencias corporales, podrían ser capaces de dar lugar a empresas políticas universales libres de la parcialidad y las precariedades de los imperios construidos por hombres mortales: podrían introducir en la historia la ensoñada Paz perpetua de la que habló Kant o la unidad del universo (unidad bajo él mismo, un dios) que reclamaba Alejandro de Macedonia en el siglo IV antes de de Cristo. La cuestión sería si finalmente el American Way -el "modo", pero también la "vía americana"- conducirá a los norteamericanos y a todos los que se sumen a ellos hacia una paz en el Sueño, una paz ensoñada, sin determinaciones ni límites, como la superheroica: la Armonía dispuesta por un Dios (americano) para todas las cosas de la Creación y sólo turbada por la soberbia luciferina de los supervillanos, pero presentada en una época que, carente de Dios, se ha inventado a los superhombres. Y la segunda cuestión es la de si, de existir los superhéroes y ser posible por su constante intervención una paz superheroica (The Peace of the Supermen) en la que todo progresase hacia mejor, esta paz podría prescindir de su determinación, su condición limitante -"superheroica"-, y dejar de ser una imposición parcial de los superhéroes (americanos) sobre las naciones humanas. Ésa es la dificultad travestida y enfrentada magistralmente por el escritor Mark Millar en los tres números de Superman Rojo (Superman Red Son, DC comics, 2003), ficción (americana) en la que se juega con el desarrollo de una "historia alternativa de Superman", en la que el Hombre del Mañana, al aterrizar en nuestro mundo en 1938 siendo un infante, es adoptado por la URSS y se convierte en el sucesor de Stalin, logrando por su actuación como líder y superhéroe aislar política y económicamente a los Estados Unidos durante la Guerra Fría; cuando años después está a punto de cerrar el círculo global de su Paz soviética superhumana y tiene la posibilidad de anular las últimas resistencias a su "armonización" universal, una pregunta de Lex Luthor le hará caer en la cuenta de que, a pesar de haber ganado para la URSS y todo el globo comunista un orden social óptimo -en el que gracias a su previsión y sus superpoderes no se producen accidentes graves, crisis económicas, pobreza o guerras- ha convertido el mundo entero en un juguete suyo, en una miniatura sobre la que es él quien despóticamente, en nombre de todas las naciones humanas, da el fundamento de tal "ordenación de todas las cosas hacia mejor".



Prescindiendo de la "enseñanza final" de Superman Rojo sobre la capacidad humana de "ordenar todo hacia la concordia universal" sin necesidad de Hombres del Mañana, veremos que también una de las líneas problemáticas principales abiertas por Watchmen incide sobre la relación entre los superhéroes y la entrada de la historia en una "Concordia universal", construida sobre la "pureza" e imparcialidad angelical de una intervención superheroica. Una sola gota de sangre puede bastar, empero, para que la fuente de tal "paz superheroica" vuelva a quedar manchada por las limitaciones y miserias de toda obra humana. En esas condiciones, las aguas manadas de esa fuente serán perpetuamente turbias y podrán dejar lugar, una y otra vez, a los gérmenes de conflictos ulteriores: "Nada acaba, Adrian. Nada acaba nunca", son las palabras que despiden a Adrian Veidt/Ozimandias en la trama de Watchmen.

La sangre, lo verosímil y la transfiguración del superhéroe (III).


En muy pocos casos encontraremos que los superhéroes se vean inmersos, dentro de su propio espectáculo, en una violencia cruenta, teñida del rojo de la sangre que escurre sobre las primeras viñetas de Watchmen. La presencia de la sangre en la primera viñeta de Watchmen manifiesta que, a partir de ahí y hasta una última viñeta, la acción de los hombres disfrazados volverá a tener que desplegarse a través de "intervenciones parciales" -dramáticas en tanto producen efectos y significados que sobrepasan a sus propios agentes-, limitadas por los efectos de una primera transgresión punible o más bien sujetas a un logro provisional; se reintroduce en la escena la condición de "finitud" que, por abstracción y disimulo, el género le había negado a la violencia superheroica, presentándola como ajusticiamiento irrecusable, casi escatológico o conforme al Juicio infalible de un Dios. A este respecto, ajustarse a lo verosímil no significa abundar en la profusión de sangre sino, como en el teatro, saber exhibirla en el momento y en la medida más adecuados a la devolución de la ficción al público; sorprendentemente, por mor de la verosimilitud debe faltarse en parte al rigor de una exhibición total de la verdad, de tal manera que, por ejemplo en los efectos especiales del cine o el teatro, la presencia del color rojo de una mezcla artificiosa similar a la sangre suele tener más fuerza dramática que la del rojo de un remedo fiel. Pero esta divergencia de lo existente y lo verosímil no impide que sigamos argumentando como lo venimos haciendo: en la medida en que los enfrentamientos ficticios deban sujetarse en alguna medida a la pesantez y limitación de los cuerpos orgánicos en lugar de refugiarse en la ligereza vacía de las imágenes, las actuaciones de los superhéroes quedarán manchadas de sangre; y esta mácula, por pequeña que sea, deshará ya toda posibilidad de que se mantengan en su pureza, su serena imparcialidad ficticia, su pertenencia al "Todo" bondadoso de un mundo óptimamente ordenado. La pureza, aunque sólo se conozca por contraste con lo mezclado, no admite rebaja en ningún grado: es plena o no es. Ahí, en la mancha de sangre, comienza el desenvolvimiento de la figura del superhéroe hacia su contrario, un contrario que ya no estará dado, como el supervillano, a la medida de su confirmación. En su mismo elemento ficticio, pero sometido a una lógica que ya no es la de su género -en la ruptura con esa lógica estriba la rareza de Watchmen-, el superhéroe quedará convertido en el pirata, reuniéndose con él por efecto de los significados que lo van envolviendo ante el lector a partir de la aparición de una primera mancha de sangre [1, I]. Merced a la entrada de esta mancha se van delatando ante el público los horrores de la secreta obra de Ozimandias y se van dando las condiciones en que la acusación contra él podrá quedar completa al final de la historia [28, XII], cuando dicha mancha cierra el nudo en que se han ido encontrando diversas series de acontecimientos.




Mientras se van enredando esos hilos ficticios, el "salvador del mundo" insiste en presentar la violencia delatada por esa mancha de sangre -la de todos los que van quedando enterrados junto al secreto de su "gran intervención"- como una reintroducción de armonía en el mundo, semejante a la que sigue a la violencia incruenta del superhéroe. La reunión final de la figura del náufrago/superhéroe y la figura del pirata está anunciada en Watchmen por la aparición de esa significativa mancha de sangre, y se va haciendo inevitable y plena según los fragmentos del "cómic dentro del cómic" Relatos del Navío Negro comienzan a sobreponer su sentido al del relato central de Watchmen, desvelándose ante el lector como alegoría del destino de Adrian Veidt.



¿Cómo puede marcar tan temprana y sumariamente esa mancha de sangre el progreso de toda la trama de Watchmen? Para poder responder a esta cuestión debemos antes pensar qué entraña la aparición de la sangre en la escena frente al triunfo de la figura del superhéroe. En primer lugar, una mancha de sangre porta dentro de la escena ficticia -incluso muy a pesar del espectador, que quizás pedía un espectáculo menos verosímil- todo el recuerdo del carácter finito y precario de los cuerpos orgánicos reales. La vida de los cuerpos mortales, de modo dramático en el caso del hombre, está sujeta a una reposición constante frente a las agresiones del medio y de otros individuos vivos, pendiente de una homeostasis acrobática que nunca llega a ser tan perfecta como para aproximarse al límite de invulnerabilidad o de ilimitada capacidad de recuperación que se atribuía en otros tiempos a los cuerpos inmortales (divinos), y que hoy pertenecería acaso a los cuerpos de los superhéroes -o en todo caso, a su figura "pensada hasta el final": la del Dr. Manhattan. En la escena de la muerte de Hollis Mason esta diferencia entre los cuerpos humanos y los cuerpos superheroicos (ficticios) -una diferencia que se resuelve mediante el encuentro violento de dos lógicas incongruentes: la de la leyenda del enmascarado Búho Nocturno y la biografía del viejo Mason-, queda señalada y lanzada al lector por el derramamiento de la sangre del anciano, en un momento dramático de la trama que basta para deshacer en el espectador habitual de las ficciones superheroicas la inconfesable decisión de "intercambiar los papeles con el protagonista" -lo que el joven Mason intentó hacer respecto del Superman de ACTION COMICS, según él mismo declara en su autobiografía [véase "Hugo Danner, o el hombre que (...) I"].





Pero aquí no sólo se juega a abundar en la distancia entre lo verosímil y lo superheroico, como en un corolario más del salto entre la finitud y la infinitud. En segundo lugar, y gracias a ese primer significado, la sangre representa la imposibilidad dramática de hacer saltar, desde dentro de la misma historia, los límites entre la divinidad y la mortalidad; la futilidad de todo intento de burlar las incongruencias de estas dos y reconciliar ambas mediante una "última violencia", o una "gran intervención" titánica, que en el mundo del American Way ha de ser superheroica -los "Nuevos Titanes" que vislumbra Hugo Danner al final de Gladiator son, en efecto, los superhéroes [véase "Hugo Danner, o el hombre que (...) II"]. La consecuencia inmediata de la ruptura de esta prohibición sobre la trama es la inversión del sentido de los derramamientos de sangre que se producen al paso de las intervenciones del héroe Ozimandias -un mortal que reniega de su propia mortalidad-, quien pretende divinizarse a sí mismo franqueando para todos los mortales el paso a una divinización de la historia: mientras que, sopesados en relación al espejismo, estos derramamientos son "sacrificios necesarios", engaños mediante los que se atrae la divinidad de los dioses ausentes para aprehenderla, el desarrollo dramático de la trama más allá de la previsión y el poder del agente mortal acaba arrojando sobre esa "paga sangrienta" un significado perverso -como veremos, más cercano al de los asesinatos del Dr. Gull en From Hell de lo que Moore hubiese podido anticipar. La sangre derramada deja de ser "paga" o instrumento y se convierte en acusación y anticipo de la parcialidad de la intervención del gran actor y oculto protagonista; en consecuencia, su rojo contiene una confirmación por parte de la escena de que el héroe ya no conseguirá -primera viñeta- ni ha conseguido -última viñeta- sobreponerse a su propia finitud y reclamar su propia divinidad junto al Imperio del mundo (armonizado), reuniendo secretamente un poder más allá de todas las partes en conflicto, un poder de Demiurgo que inserta armonía en el cosmos. Tan pronto ha tenido lugar el "pago sangriento", ha tenido lugar la "mancha" que impide hacerse con ese "poder imparcial", la infección que suprime el triunfo final y el paso a la epopeya. Esta transfiguración del sentido de las intervenciones del (super)héroe es, por otro lado, una transformación de la figura misma del superhéroe ante el espectador -o quizás, un simple redescubrimiento de lo que ya estaba antes disfrazado en ella. Uno de los aspectos ficticios fundamentales de esa figura ha quedado al descubierto y ha sido sometido a una prueba de fuego que no ha superado: si hay intervención (violenta o no), por más ficticia que sea ésta, tendrá que ser parcial; en cuanto más nos atengamos a los límites de los verosímil, menos dispuestos estaremos a fingir que se produce algo así como "armonía neutral" a partir de esa intervención -en especial, cuando entraña alguna violencia-, o lo que es igual, menos nos prestaremos a colaborar en la constitución del espectáculo superheroico. Las cuestiones son: "¿qué impide que un personaje mortal (por verosímil) se reúna con la leyenda que ha conducido su vida?", o para situarnos en el contexto de Watchmen: "¿qué marca entre usted, lector mortal, y las ficciones superheroicas, una incongruencia insalvable que, sólo en lo que olvidada, permite tomar parte en ellas, participar de ellas, dejarse embaucar por ellas?". Habíamos respondido ya: la sangre de las viñetas de Watchmen tiene esa función de símbolo, de "recuerdo" de algo que no se tiene que olvidar, y que olvidado, da lugar a confusiones desastrosas. Y lo olvidado es -ya lo decimos, aunque sólo provisionalmente- que ningún agente inmerso en la acción puede tomar el papel del Demiurgo y hacer valer su intervención -especialmente si es violenta- como una "recomposición del Orden","una enmienda a la obra de un Demiurgo ausente", o "una vuelta a la Armonía rota" -haya sido ésta "rota" por los males históricos y las miserias de los hombres, como cree Veidt, o por la codicia de los supervillanos, como ocurre en el mundo de los superhéroes. Esas intervenciones prodigiosas -por no decir milagrosas- son las que abundan en la constitución (ficticia) del género superheroico y las que requieren de su constante disfraz del viejo deus ex machina -ya veremos esto. Pues el triunfo del género superheroico estriba en eso: en su arte a la hora de fingir una serie de intervenciones violentas que, gracias a un sobrante de poder, dejan de ser cruentas, dramáticas o parciales; en su saber ganarse, al mismo tiempo, la colaboración del lector, dándole ahí donde más débil es: en la resolución atlética, neutra y sumaria -fingida- de las fragilidades y los desajustes de su propio mundo histórico (americano, en este caso). La promesa "inocente" de la ficción superheroica queda delatada en la trama de Watchmen: el mundo, la gran situación escénica que Veidt "intenta salvar", no admite que sus intervenciones violentas desaparezcan como tales y queden anuladas en el restablecimiento imparcial de una equidad previa a la violencia del superhéroe, una Justicia no comprometida o "manchada", en tanto previa e independiente de esta violencia, por los medios que pueda haber desplegado esa intervención. En cambio, en la ortodoxia de la ficción superheroica, justamente es en esa vuelta de la situación a la "imparcialidad inicial" donde se intenta hacer ver que, frente a los superhéroes, no hay oposición real que valga, sino que por medio de su intervención la oposición de los injustos queda reducida a cero, privada de contenidos positivos propios o fuerzas que tengan que ser rechazados y frenados por la parte del valedor de la gran Justicia: el derramamiento de sangre, es decir, de la sangre de los "ajusticiados" por el superhéroe, no compromete la "imparcialidad" de la Justicia restablecida -por eso no tiene que producirse tal derramamiento ante el espectador- porque tampoco colabora, supuestamente, en la determinación del sentido de la lucha misma, que es -a priori- el de un restablecimiento de los justos frente a los injustos. Pero el caso es que toda lucha, con derramamiento de sangre o sin él -pero más palmariamente cuando hay "mancha" de sangre- supone una imposibilidad de volver a la situación de equilibrio previa, a la presunta "igualdad" o equidad imparcial de salida: a no ser que dicha violencia tenga lugar con la sanción de un Dios.


La sangre, lo verosímil y la transfiguración del superhéroe (notas).

(1) ¿En qué sentido hay "Hombres del mañana" entre nosotros que puedan ejercer de superhéroes? Superman es "el Hombre del Mañana", aunque sólo en el sentido de que, nacido con fuerzas de un Mañana "más evolucionado que el Hoy", sigue compartiendo plenamente con el hombre impotente del Hoy una idea perenne de la justicia (a la americana, claro está); de esa manera, este superhombre, ejerciendo los poderes del Mañana, se resolvería en todo caso a hacer para el hoy lo mismo que este hombre del hoy no puede hacer -pero querría hacer- con sus limitadas fuerzas corporales, en lugar de quedar de brazos cruzados, como hombre "de otros tiempos", ante unos acontecimientos cuyo desarrollo le deja indiferente. Y presentando este mismo razonamiento a la inversa: para que se cumpla esta coincidencia del hombre y del superhombre en la misma Justicia -con mayúscula inicial, aunque no se trate de una personificación-, ¿no debería ser ya la justicia del Hoy la misma que imperará sobre el Mañana, esto es, una justicia del Mañana, una justicia incuestionable (¿escatológica o apocalíptica?), que se mantiene igual a sí misma como Sueño desde que es descubierta en la distancia por los que andan el American Way? ¿Por qué la justicia del Mañana iba a ser también la justicia del Hoy? ¿Y por qué no nos iba a parecer inhumana o inmoral la actuación de un auténtico Hombre del Mañana, como ya nos parece terrible el "ojo por ojo" del pasado?







Este mismo espejismo de la "perennidad" de la Justicia -con mayúscula inicial- del Sueño Americano se volverá a formar en uno de los discursos más célebres del Capitán América, cuya cita supone por sí misma una contribución a la "fenomenología del superhéroe" que intentamos llevar a cabo en estas páginas: el discurso por el que el Capitán América, presentado como candidato presidencial por un fingido Partido Populista Nacional, renuncia públicamente a la posibilidad de que una "personificación de la libertad y los derechos civiles" -él- sea la cabeza del Gobierno de los Estados Unidos. En el nº 250 USA (Octubre de 1980) de Capitán América -reeditado recientemente en español en la línea Marvel Gold de Panini Cómics-, Roger Stern y John Byrne sitúan en esa dificultad moral al supersoldado de América, ante la que éste discurre como sigue: "(...) He trabajado y luchado por el crecimiento y progreso del Sueño Americano. (...) En los primeros años cuarenta me comprometí personalmente a defender el Sueño. Y mientras el Sueño no se materialice del todo, no puedo abandonarlo. Por eso espero que entiendan... que, con toda justicia, no puedo ser su candidato. Deben encontrar entre ustedes a las personas necesarias para mantener fuerte esta Nación, y si Dios quiere, contribuir a materializar el Sueño Americano." Entendemos entre líneas: el Sueño, materializado en parte, más o menos deficiente en su realización pero siempre perfecto y rebosante de bondades en su idea, es el fin previo e incorruptible y todo el fundamento de la actividad del Capi y de la misma dirección política y espiritual de la Nación norteamericana. Esto es algo que ya no puede deliberarse desde dentro de ella ni quedar en juego mediante ninguna opción política entre partidos "intervencionistas" o "pacifistas", "republicanos" o "demócratas". En las elecciones presidenciales de los EEUU que conocemos, sólo puede ganar el Capitán América -gane quien gane-; del mismo modo, en la construcción del mundo anunciado por América en su Sueño, se espera que el espíritu de Union Jack, compañero del Capi en el grupo especial de combate Los Invasores durante la II Guerra Mundial, esté siempre presente en la política del Imperio inglés -y sin embargo, ¿no fue Alan Moore, un inglés, quien recuperó a Union Jack para convertirlo en el Capitán Britannia y reírse de él?-. En ser conducida por su Sueño sin poder ser todavía un sueño -¿o pudiendo serlo en algún sentido?- estriba el destino de la América contemporánea, pero también la razón de la necesidad de que los superhéroes sigan actuando como tales en ella, y no como dirigentes políticos: eso es lo que acaba de decir el Capi. En otras palabras: los superhéroes han de abrir el camino entre el hombre común y el Sueño, resultando tan inmarcesibles y puros en su servicio al Sueño como lo es el propio Sueño. Es por esto por lo que sus conciudadanos necesitan de ellos en las calles -y no más bien en un despacho-: los necesitan actuando en las calles para realizar y desbrozar de malezas el territorio del Sueño tanto como nosotros necesitamos de ellos sobre el papel para soñar el Sueño: porque ellos, actuando como tales -para unos en las calles, para otros sobre el papel- son la garantía de que la comunicación con esa "imagen ideal" en la distancia -el Sueño- no se interrumpa para nosotros, lectores, independientemente de que, sólo dentro del papel, sea posible hacer algún avance hacia ese Sueño, y de que, fuera del papel, el Sueño sea siempre un trampantojo, necesario como presunta dirección de una locomotora histórico-política que marcha sobre carriles metálicos nada ensoñados. Además, el Capi es un hombre del pasado -un supersoldado de los tiempos de la II Guerra Mundial caído accidentalmente en animación suspendida y después recuperado por América en los sesenta- que, pese a serlo, puede presentarse igualmente como hombre del Mañana: porque su mañana, como el mañana de Superman, no es el mañana cronológico de la historia contemporánea, sino el mañana del tiempo en el que la Idea americana del hombre, esto es, el Sueño, se va convirtiendo en valor supremo y sentido irrebasable, fuente de todos los valores -y por eso mismo, deshaciendo.
Adelantemos algo más sobre lo que evitaremos hacer de aquí en adelante. No nos vamos a rasgar las vestiduras ni vamos a limitarnos a acusar al Capi de "adalid imperialista de los USA": los superhéroes hacen y dicen a todas claras lo que tienen que hacer y decir, y es así como dejan lugar a que se muestre en ellos algo que, ni por asomo, se trata de una mera "actitud pro-belicista" o una sordera deliberada frente a las razones de los "malos" que se pueda contrarrestar con un mensaje pacifista, con "intenciones de paz". Nuestra perspectiva histórica ni siquiera se sorprende de que tengan los EEUU que actuar como imperio político real, del mismo modo que lo hacen otros. Es por esto que no se puede decir gran cosa de los superhéroes si sólo se interpreta su aparición en términos de una oposición ingenua entre "los malos" (los que amenazan la consecución del Sueño) y "los buenos" (los defensores del Sueño), que es quizás la que opera explícitamente como motivo psicológico de sus autores: del mismo modo, es igualmente miope probar a invertir en ellos esa oposición, cambiando los papeles, o someterla sencillamente a un "relativismo" que los reduce a propaganda soterrada. Ir más allá de lo explícito, al mismo tiempo opaco y plenamente transparente, es el propósito de este trabajo.


(2) Los superenemigos contumaces son, considerados como parte del triángulo que forman con el superhéroe y el público antes que en su apariencia sobre el papel, los mejores aliados de éste en lo que toca a la ejecución de su espectáculo ante los lectores, y por lo mismo, al mantenimiento de su juego teatral: deben conseguir excepcionalmente que el exceso de poder del superhéroe esté a punto de no dar abasto en el ajusticiamiento de justos e inicuos, de tal guisa que el lector haga suya la presentación habitual de tal exceso, que termina perdiéndose de vista como tal. ¿Cómo no iban a merecerse quedar exentos de esa pedagogía humillante?

miércoles, 1 de abril de 2009

Hugo Danner, o el hombre que pudo ser Superman (I)

[Gladiator. Una novela casi superheroica entre los libros de un enmascarado retirado.]

Si no tienen prisa, hoy abriremos uno de los libros que podemos encontrar en las viñetas de Watchmen. Sobre una mesa del apartamentito de Hollis Mason (Búho Nocturno I), junto a una estatuilla dorada que es manifiestamente parecida a una figura de Superman que vi no sé dónde, encontrarán un ejemplar de la novela Gladiator de Philip Wylie, publicada en 1930 en Estados Unidos. Recibida y distribuida en principio como una pieza de la más efímera literatura “pulp“, esta novela breve ha quedado conservada, antes que como muestra de los orígenes de la “literatura anglosajona de quiosco“, como una de las claves de la puesta en marcha del género superheroico. Ante las dudas sobre si la lectura de Gladiator por parte de Joe Shuster y Jerry Siegel tuvo algún papel en la composición de las historietas de Superman, nosotros afirmamos con decisión: “¡así fue, y fue así, y punto en boca!”. Y en efecto, si revisan la presentación de las “potencias milagrosas” del Superman de ACTION COMICS (véase el vol. I de Los archivos de Superman en Action Comics) encontrarán allí claras adaptaciones de pasajes concretos de la mencionada novelita, pasajes que les invitamos a descubrir por sí mismos y en los que, variando algunos nombres y circunstancias, está ya trazada la plantilla de muchas de las primeras intervenciones (milagrosas) del Hombre de Acero. Del mismo modo, la propuesta de (fingida) explicación (para)fisiológica del origen de los “atributos milagrosos” de Superman, ilustrada en la primera página del nº 1 de ACTION COMICS mediante una comparación de sus tejidos corporales con los de una hormiga “que levanta muchas veces su peso“ o un saltamontes “que salta el equivalente a un edificio de veinte plantas“, está en deuda con unas líneas tomadas al pie de la letra de los primeros capítulos de Gladiator [véase en el cap.I de Gladiator].



Otros pasajes de la novela, justamente aquellos en los que más tendríamos que detenernos -y nos detendremos en ellos más adelante-, son aparentemente descartados por los “padres de Superman”, quienes supieron retirar e introducir en el planteamiento de Wylie aquello que era necesario poner o quitar para producir algo nuevo y apropiarse de esas “potencias milagrosas” -una por una, las mismas que se confirman bajo el traje de Clark Kent en sus primeras aventuras- para su “Hombre del Mañana“. De este modo, Siegel y Shuster llegaron a destilar el principio del género superheroico desde el planteamiento de una novela cuyo protagonista, contando con las mismas “potencias milagrosas“ del Hombre del Mañana [su “exceso“ de potencia muscular, su piel invulnerable, sus sentidos y reflejos extraordinariamente agudos, etcétera], no ofrece ni pretende ofrecer una figura moral que se parezca, remotamente, a la de un superhéroe. Esos pasajes silenciados de Gladiador son, precisamente en lo que disimulados y por eso mismo escondidos como el “corazón delator“ de Poe en el subsuelo del género de superhéroes, los que más nos podrían interesar aquí, cuando les hemos prometido a ustedes hallar en Watchmen algo así como una genealogía de la ficción superheroica. Dando sólo un paso más hacia la completa invención, podríamos afirmar que, en buena medida, sobre los personajes de Watchmen vuelven a caer, después de haber estado ocultas -disfrazadas- bajo los disfraces de los superhéroes, las indecisiones y las carencias que impidieron a Hugo Danner, el protagonista de Gladiator, transformarse en el “Hombre del Mañana“. Por tanto, leer Gladiador como una de las fuentes de Watchmen es, desde nuestro punto de vista, volver a mirar el conjunto de las ficciones superheroicas con los ojos de quien, bien por haber llegado antes o bien por haber llegado mucho después, no queda atrapado en ellas, sino más bien apartado del “juego de trileros a partir de verdades sobre uno mismo y el mundo“ en el que la ficción acaba tomando el valor de una “superverdad“, una verdad más “valiosa” que las pequeñas verdades a las que podemos atenernos sin fingir [véase nuestra Introducción (I): Watchmen y el alter ego superheroico].

El viejo Mason conserva junto a una copia de su Bajo la máscara ese ejemplar de la novela en cuestión, quizás entendiendo que en ésta se encuentra la continuación -o el antecedente- de su examen, en clave biográfica, de la llegada de los héroes disfrazados a los Estados Unidos de finales de los 30, así como del final de su participación personal en esa “mascarada“ -una mascarada que romperá, precisamente al pretender tomarlo como referencia y sostenerse sobre él, el significado de los cómics de superhéroes, o que a la inversa, quedará desarmada por el carácter fantástico de su propio anclaje, cuando el disfraz venga a pedirle cuentas a Mason en el momento de su muerte. Siendo Bajo la máscara un intento de hacerse cargo de la historia de los justicieros enmascarados posibles -y posibles más allá del papel de los cómics de superhéroes, aunque sea en un “más allá” situado dentro de las viñetas de Watchmen-, la novela de Wylie, que contiene el más visible precedente ficticio de los superhéroes, permite completar a otro nivel lo que la autobiografía de Mason deja pendiente: acudir a las fuentes (literarias) de la ficción superheroica, precisamente después de que, en la revisión desde la madurez de sus años como enmascarado, Mason haya confesado que su adopción de la “identidad enmascarada“ fue facilitada y conducida, precisamente, por la llegada de los cómics de Superman en 1938 y por la seducción que sobre él ejerció el concreto juego de ficciones al que esta ficción empujaba al lector, ficciones principalmente tejidas en torno al cambio de papeles entre un “yo aparente“ y un “Yo pleno (verdadero)”:
"Para mí, todo empezó en 1938, el año en que inventaron los superhéroes. Era demasiado mayor para leer cómics cuando salió el primer número de ACTION COMICS (...). (...) [D]esde el momento en que puse mi mirada encima suyo, sólo tuve ojos para la historia de Superman. Allí se presentaba la moralidad básica de las historietas "pulp", pero sin su oscuridad y ambigüedad. (...) De cualquier forma, aunque en ocasiones convencía a algún jovenzuelo para que me dejara el último número de la historieta en cuestión, y luego me pasaba toda la tarde saltando de edificio en edificio dentro de mi cabeza, mis fantasías seguirían siendo fantasías hasta que abrí un periódico durante el otoño de ese mismo año y descubrí que los superhéroes habían escapado de su mundo de cuatro colores y habían invadido el plano y factual mundo en blanco y negro de los titulares." [Véase el pasaje de Bajo la máscara reproducido como apéndice del número I de Watchmen, especialmente las pp. 5 y 6, correspondientes a su capítulo segundo]

Pero, ¿qué tiene que aportar una novela, justamente aquella novela que ahora podemos leer como la novela sobre “el hombre que pudo ser Superman, y por alguna razón (o falta de razones), no lo fue“, a la biografía de un enmascarado retirado que nos está declarando, tragándose todo sentimiento de pudor, que se vistió de Búho Nocturno precisamente para intentar continuar como protagonista -en la ficción del disfraz- las ficciones de Superman en las que había tomado parte como mero espectador? ¿Por qué conservar la novela Gladiator, si desde el punto de vista de la ficción superheroica, ésta ha de tener algo de obscena, toda vez que su protagonista, a pesar de contar ya en 1930 con los mismos “atributos milagrosos“ que el Hombre del Mañana, resulta incapaz de asumir a su debido tiempo la empresa “contra la injusticia, el mal y en defensa de los débiles“ que desde 1938 ocupa a los superhéroes?



Gladiator, la novela sobre la vida errática de Hugo Danner, es una novela “peligrosa” para el género de superhéroes y su “verdad” en la misma medida en que está extrañamente cerca de éste, y sin embargo, fuera de su régimen. Señala el lugar donde hay que “dar un pequeño salto” para encontrarse de pronto dentro del género superheroico, y de esa manera, llama obscenamente la atención sobre la decisión o el “plus“ de ficción que separa y funda la escena superheroica y le otorga una voz propia. “¿Qué le falta o le sobra a Hugo Danner para convertirse en el primer superhéroe?” es la pregunta que, retrospectivamente, deberíamos hacer para que ese “plus” de ficción del que requiere el género superheroico comience a revelarse como el negativo de una fotografía.

Hugo Danner, o el hombre que pudo ser Superman (II)

[Gladiator: la ambiciosa vida de un superhombre sin limitaciones. Acerca de la vida errática de Hugo Danner y su necesario olvido en el género de superhéroes.]

Presentemos entonces el argumento de la novela, sin adelantarles sobre ella más de lo estrictamente necesario -de lo necesario para poder hablar, en páginas venideras, sobre las convergencias entre los personajes de Watchmen y el tal Hugo Danner; de lo necesario para poder afirmar que la ficción de superhéroes está describiendo un ciclo completo entre esos dos hitos, para regresar a su punto de partida después de casi 50 años.
A sabiendas de que su esposa, una devota metodista, se encuentra en buena esperanza de su primer hijo, Abednego Danner, un profesor de Bioquímica residente en una pequeña ciudad de Colorado (Estados Unidos), inyecta a escondidas en el cuerpo de la mujer un suero con el que había conseguido “perfeccionar“ los materiales genéticos de algunos animales, produciendo en sus organismos una multiplicación espontánea de su fuerza muscular, su velocidad y su resistencia a las agresiones del entorno, o en otros términos, “una aceleración al nivel del individuo de la evolución natural de la especie“. Tras unos meses, y sin que en la mujer se hayan manifestado los efectos del suero, el niño nace sano y es recibido con alegría por el matrimonio. El pequeño Hugo Danner mostrará ya muy tempranamente “cualidades especiales“ que confirman la feliz obra del suero sobre su material genético. Sorprendido por su curiosidad precoz, su padre tendrá que descubrirle de dónde provienen esas “ventajas“ que le convertirán en un “dios entre los hombres“. Después de que el pequeño Hugo se haya dado a conocer entre sus vecinos ayudando a rescatar al conductor de una camioneta volcada cerca de su casa -levantando en vilo el vehículo-, su padre le insiste, además, en que oculte esas potencias extraordinarias, para evitar que sus vecinos, granjeros supersticiosos, recelen de él, tomándolo por una excepción al orden natural de la Creación:
-¿Me odiarían?
-Porque te temen, hijo. (...) Algún día encontrarás un fin para toda esa fuerza -un fin grande y noble- y entonces podrás hacer uso de ella y sentirte orgulloso. Hasta ese día, tienes que humillarte como el resto de nosotros. No debes pavonearte o hacer con ella trucos baratos. Entonces sólo serías un payaso. Espera tu momento, hijo, y podrás sentirte satisfecho por ello. (...) En cuanto más fuerte y grande eres, más dura te resulta la vida. Y tú eres el más fuerte de todos, hijo.
El corazón del niño de diez años ardió y titiló. “-¿Y qué hay de Dios?” -preguntó.
“-No sé gran cosa acerca de Él” -susurró su padre.
[cap. IV de Gladiator -la traducción es nuestra]



El pequeño Hugo comprende entonces que debe fingir ser quien no es, al menos hasta encontrar el “propósito“ que debe dar un sentido a la posesión de esas potencias sobrehumanas y extraer de él su “verdadera identidad“ para bien del mundo. A partir de ahí hace lo posible por pasar desapercibido entre sus vecinos, y no es hasta poco antes de que abandone la pequeña ciudad para tomar cursos en una escuela universitaria lejos de su ciudad natal cuando vuelve a presentarlo la novela: “un hombre que porta la promesa de un joven dios. Hugo con dieciocho años. Sus emociones brillaban en sus ojos como acero candente en un molde oscuro. La gente evitaba esos ojos; contenían una determinación ante la que las almas comunes empequeñecen” [cap. V de Gladiator]. Tan pronto Hugo llegue al campus universitario y se encuentre bajo su propio arbitrio, fuera de la casa de sus padres y -por fin- en persecución de su “destino”, buscará en la competición deportiva una primera manera de introducirse en el mundo adulto. Moderando sus tremendas fuerzas corporales, Hugo se convierte sin esfuerzo en el jugador más brillante del equipo de fútbol americano de su colegio universitario -de ahí el título de la novela: los “gladiadores“ son los jugadores de fútbol americano- y uno de los jóvenes más populares de su residencia. Mas, cansado de tomar parte en una “ficción“ -ficción porque en ella tiene que fingir, de nuevo, ser quien no es- en la que no encuentra una empresa a la altura de sus fuerzas, no tarda en ceder al encanto de un interminable “Weltschmerz” [término alemán introducido por Wylie que podría traducirse como “dolor del mundo“, esto es, dolor por el hecho de encontrarse en un mundo dado, enfrentado a él], y en enredarse en una dialéctica sin fin en la que se anuncia lo que será a partir de entonces su trayectoria errática. Hugo Danner, en su primera salida al mundo, ha sido “esquivado por la grandeza” [cap. VIII]; y si ha tenido ocasión de comenzar a proporcionarse, bajo su propia responsabilidad de adulto, una figura moral, una interpretación de sí a la que pudiese confrontarse esa “verdadera identidad” -la “verdad identitaria“que le aguarda desde el día de su infancia en que se le reveló el secreto de sus orígenes- también ha descubierto que, en contra de lo que le cabía esperar, el mundo que le ha tocado en suertes jamás había estado detenido a la espera de su llegada, reservando para él un “lugar” a su medida. Es en ese primer naufragio cuando su “don” se comienza a convertir en su “triste sino”, en el pretexto de su renuncia:
No es eso. Es mi cabeza la que está cansada, no mi cuerpo. Cansada de abrirse paso a golpes y siempre salirse con la suya. Pero no, no estoy fanfarroneando. Y sé que ninguno de ellos puede pararme. Tú lo sabes. Ése es mi don -y mi maldición.” [cap. IX]

¿Es él quien está de más en el mundo, o es el mundo el que resulta demasiado mediocre como para alojar a un hombre “excesivo”, a un campeón prodigioso como él? Tal es la dificultad en la que el mismo Danner tiende a atraparse. En esa dificultad toma ya una decisión y se excusa de ella: decide desentenderse del mundo y se excusa en su pertenencia a un “mundo mejor”. Quizás, al otro lado del espejo, muchos lectores de la novela se sintieron unidos al personaje en esa desgracia, aunque sus “méritos“ fuesen otros y perteneciesen a otro plano de ficciones y engaños. Ficción que, para un público inmediato que toma parte en ella, se convierte en adulación.

En las vacaciones de verano de ese mismo año, Danner visita Nueva York con sus compañeros de equipo para asistir a una fiesta. Borracho, acaba separado del grupo por los tejemanejes de una mujer y pierde el tren de vuelta. Buscará trabajo en la ciudad al objeto de reunir el dinero necesario para pagar el resto de sus estudios universitarios. Respondiendo a un anuncio, acaba exhibiéndose durante unos meses como “hombre forzudo” en el espectáculo de variedades de un sórdido club. Convive mientras tanto con una jovencita a la que él mismo presenta como una “fulana” [“a tart“], que le acabará abandonando. ¿Les parece a ustedes que un superhéroe podría perder el tiempo de esa manera? Tras esa primera ruptura, se reincorpora a sus estudios y se licencia. De nuevo, Danner debe enfrentarse al enigma de su destino y su irresolución: su “identidad” y su “gran fin” parecen estar disolviéndose en una serie de episodios discontinuos y más enlazados por casualidades o imprevistos que por el “gran fin“ que el mundo debiera proporcionar a un superhombre. Tras un cambio de capítulo, la narración vuelve a dar un salto. Hugo se ha enrolado como marinero de un buque mercante, y después de un año de viajes, desembarca en Francia, donde, sentado junto a la barra de una cantina, le sorprende el anuncio del estallido de la Gran Guerra de 1914:
se vio a sí mismo cargando en medio de la batalla, luchando hasta agotar su munición, hasta romper su bayoneta; entonces, se revelaría como un titán, completando monstruosas hazañas con sus solas manos. Y con sus dientes.” [cap. XI]





Danner tomará parte en la guerra de trincheras contra Alemania, poniendo su “don“ a disposición de la Legión Extranjera francesa. En la batalla, las balas de las ametralladoras rebotan contra su pecho. Los gases venenosos y las explosiones de las granadas apenas consiguen aturdirlo. Salta muy por encima de las trincheras -hasta perderse de vista- y cae desde el cielo nocturno sobre la retaguardia alemana, interrumpiendo las líneas de suministros y regresando con prisioneros bajo sus brazos. Pero la guerra continúa su desarrollo durante cuatro años pese a la intervención del superhombre: “Había valido por mil, quizás por diez mil hombres, pero no podía valer por millones. No podía envolver un continente entero con sus brazos y oprimirlo hasta someterlo. Había demasiada gente, demasiado estúpida como para hacer algo más que temerlo y odiarlo. Ahí sentado, se dio cuenta de que su ilusa fe en él mismo y el universo se había desfondado.” [cap. XV]

Si antes de la Gran Guerra le había faltado al joven Danner una empresa a la altura de sus fuerzas, ahora el mundo le acababa de poner delante una que excedía su capacidad; una empresa que, sin embargo, sí se encuentra a la altura de su “don” -la “verdad“ sobre él mismo que ha debido ocultar desde su infancia- y en la que se le promete la “grandeza“ que, ejerciendo ese don ante el mundo, le corresponde conquistar. El dilema que opera como fondo de su biografía y que se convierte en la trampa de la que no escapará nunca se ha completado ya: cuando pueda hacer suya una empresa y resolverla exitosamente, ésta será insignificante (en relación a su “don“, a su “verdad identitaria“); cuando ésta se encuentre a la altura de su “don”, su complicación será excesiva, y la intervención de Danner no podrá ser decisoria, crucial -como él pretende que sea. En todo caso, el dilema se resuelve en la perplejidad y la desmoralización, en una indagación sin fin de las razones para emprender algo; después, en la continuación de su trayectoria errática y solitaria y en la pérdida de cualquier compromiso. El joven Danner, verdugo y víctima de su propia compulsión hacia la grandeza, no encuentra nada que le satisfaga en su propio mundo. Al regresar a los Estados Unidos tras la Gran Guerra, el joven no puede evitar preguntarse, tumbado sobre una cama, “si en realidad le importa algo o alguien“ [cap. XVIII]. Esto, desde luego, le iguala en parte al Adrian Veidt de Moore y Gibbons, que sólo en Alejandro Magno es capaz de encontrar una referencia para su figura biográfica. Al tomar ambos como su “verdad identitaria” -su “condición personalísima” e ineludible- la posesión de un exceso de poder, los dos se obligan a construir toda su vida en torno a la búsqueda de una intervención decisiva sobre el mundo, una intervención que introduzca en sus tiempos una transformación proporcional a la que ellos mismos representan, gracias a ese “exceso de poder”, en relación a sus contemporáneos. Entre ellos dos (1930-1986) Superman ha abierto en la ficción un paréntesis que los distancia, pero bajo el que sigue omitiéndose una cuestión que, en lo que omitida, parece estar dando la clave de la consolidación del género de superhéroes, y que reintegrará a Danner en la trama de Watchmen mucho tiempo después. La pregunta podría venir por aquí: cuando se dice de Superman [véase ACTION COMICS n. 1] que como “una maravilla física y un prodigio mental, está destinado a cambiar el destino de un mundo“ -algo que, en parte, puede que haya conseguido-, también se ha olvidado añadir algo a la categórica afirmación. ¿Qué sería de Superman si por un momento el mundo -a través de sus autores- volviese a sugerirle el dilema que merma las fuerzas morales de Danner? ¿Seguiría haciendo lo que hace o volvería al punto de ambigüedad e irresolución moral en que se quedó atrapado Danner, y en el cual no podía fingir contar con ese “plus de ficción“ que le hubiese convertido en el Superman que conocemos? ¿Podría Superman quedar maniatado por Clark Kent si la perplejidad (perplejidad ante su propio nihilismo o perplejidad ante el vacío de su propio mundo) que desfonda las ilusiones de Danner no hubiese quedado “olvidada“ por sus autores en el camino -el camino que va desde Danner hasta Superman?

Sospechemos lo peor: ¿y si Superman no fuese otra cosa que un Danner disfrazado -literalmente o no- y recauchutado, pero que bajo el disfraz de su empresa “contra el mal y la injusticia”, sigue “deshinchándose”, sigue ocultando el dilema que hizo del “don” de éste una “maldición”, un triste sino? La desmoralización que mantiene a Danner en su trayectoria errática pudo ser, gracias a la libertad de la ficción, eludida por el primer superhéroe: esto es justo lo que le permite ser el Superman que conocemos y separarse de Danner, con un “plus“ de disimulo, olvido y ficción. Mas, ¿y qué hay de los lectores, que no están sujetos a la lógica ficticia? ¿No es cierto que también ellos, como espectadores, han tenido que colaborar con ese “plus” de disimulo, olvido y ficción, cuando fuera de la ficción quizás el mundo contemporáneo en que tienen que vivir no se haya olvidado, ni por un momento, de volver a sumirlos en la desmoralización [“el abismo“, la “culminación del nihilismo“] que ya empezaba a reflejarse en los lectores de Gladiador y en el personaje de Wylie? Si esto es así, Superman habría quedado infectado, en toda su consistencia, de un germen que no se manifiesta en él -precisamente para que pueda ofrecer la apariencia “atlética” y aseguradora que debe ofrecer-, pero que se estaría reproduciendo de modo espontáneo en el mundo que rodea sus ficciones; ese germen es el que pasa, a través del género de superhéroes, hasta los personajes de Watchmen, apropiándose de ellos en un círculo enfermizo en el que las máscaras, en sustitución de la “superverdad“ o “verdadera identidad“, les privan de sus rostros; un círculo ficticio en el que el lector, rodeado de nihilistas conscientes, ya no tiene espacio para evitar toparse de frente con la desmoralización que se cebó en Danner, y en el que la cura exige no seguir simulando en la línea nihilista del “juego de verdades e identidades“. Según nuestra posición frente a los personajes de Watchmen, la cura pasaría por las verdades más cotidianas; y la culminación mortal de la enfermedad, en la transformación de los (cómics de) superhéroes en los náufragos de los cómics de piratas, y de los náufragos en cadáveres andantes. [Ya se verá con más detalle. Vuélvase de momento a “El abismo te devuelve la mirada“, en contraste con la serie “Amantes de Hiroshima“.]

¿Y dónde habíamos dejado a Hugo Danner? De regreso en Nueva York tras la capitulación alemana de 1918, y continuando un nuevo capítulo de su vida errática; ahora a punto de desesperar de la llegada del “gran fin“ que le corresponde a su “superverdad“, como corresponde la cerradura a la llave:
“¿Qué harías si fueses el hombre más fuerte del mundo, la cosa más fuerte del mundo, más poderosa que la máquina? -Se obligó a intentar dar respuestas a esa pregunta retórica.- Yo habría... Habría ganado la guerra. Pero no lo hice. Conduciría el mundo con mi sola mano. Literalmente: con mi sola mano. Despreciaría el universo y lo transformaría según mis propios fines. Sería un criminal. Abriría de par en par los bancos y violaría sus cámaras. Mataría y destruiría. Sería como una plaga secreta e invisible. Haría lo necesario para expulsar el crimen de la tierra; sería un superdetective, que perseguiría y castigaría sumariamente a todo criminal, hasta que nadie se atreviese a cometer una felonía. ¿Qué haría? ¿Qué haré?” [cap. XVII]


Dicho esto, lo siguiente que hará Danner será conseguir un empleo humilde en una fábrica, en la que su extraordinaria capacidad para el trabajo le acabará enfrentando a sus compañeros; tras perder su puesto, y recurriendo a la recomendación del padre de un amigo, pasa a ser empleado de un banco. Tras un accidente en el que se ve obligado a forzar la puerta de acero de la cámara acorazada de éste sin más ayuda que la de sus manos, se hace sospechoso a los ojos de la policía y es despedido; entonces prueba suerte como peón de labor en una granja apartada de la ciudad, en la que convive con un granjero avaro y la joven esposa de éste, con la que mantiene una aventura. Allí pasa algunos meses en paz, hasta que la mujer descubre el “don” de Hugo y, abominándolo, rechaza a su amante: de nuevo, su don sobrehumano se convierte en la maldición que lo convierte en un monstruo a los ojos de los hombres.

Hugo escapa y aprovecha para visitar a sus padres en Colorado, a quienes no veía desde antes de su paso por la universidad; se da la coincidencia de que, poco antes de su llegada, su padre ha caído gravemente enfermo. En su lecho de muerte, el viejo profesor le pide a su hijo que le relate cómo ha hecho uso del “don” para mejorar el mundo; y Hugo, ante sus preguntas, elige ahorrar a su padre el conocimiento de su verdadero papel en la Gran Guerra: mintiéndole, le dice que fue él quien puso fin a la guerra, y se compromete a continuar su tarea de “mejora del mundo” en América, dirigiéndose a Washington para expulsar la corrupción de la política y el Gobierno. Cuando su padre expira, Hugo sabe que le ha consolado con mentiras. Debe, por tanto, dirigirse a la capital de los Estados Unidos para cumplir su palabra.


Danner recoge las notas de trabajo de su padre que contienen la fórmula del suero que le proporcionó su portentoso cuerpo y se marcha de Colorado, para emprender una tarea de “criba política” en Washington que, de nuevo, le enfrenta a la mediocridad de su mundo. Descubriendo allí engaños e intrigas, incapaz de hallar una “causa política“ que esté a la altura de su conciencia y su integridad, Hugo comprenderá finalmente que las instituciones de su país no admitirán ninguna reforma significativa, y que tampoco él, a través de una violencia solitaria, sería capaz de forzar su renovación. A punto de dejarse llevar por un arrebato de ira, Danner toma una decisión:
Si el mundo no lo quería, él dejaría atrás el mundo. Quizás él era una amenaza para éste. Quizás tendría que matarse. Pero su corazón, ardiente y atacado, se negaba una vez más a abandonar. (...) Hugo Danner haría todo lo posible hasta el final. Mientras, se apartaría de la civilización que le había torturado. Se iría lejos y encontraría un nuevo sueño.” [cap. XXII]

Atraído por un anuncio de prensa, se unirá como aventurero a una expedición arqueológica que marcha hacia la península de Yucatán con el propósito de estudiar las ruinas mayas; y, para su sorpresa, allí, entre las pirámides olvidadas, trabará amistad con un hombre -un estudioso universitario- que, como su propio padre, no encuentra nada monstruoso en su “don”. A él le confesará el secreto sobre su origen, y de él recibirá, por fin, una aclaración final sobre la tarea que se le había escurrido durante tanto tiempo, y en pos de la cual había vagado: hacer uso del suero bioquímico preparado años atrás por su padre y probado sobre él para levantar una sociedad independiente, apartada de todas las civilizaciones, y compuesta únicamente por hombres y mujeres tan poderosos como él mismo:
(...) Cuerpos perfectos, mentes de intelectuales, tu propia fuerza. ¿No lo ves, Hugo? Tú no eres el reformador del viejo mundo. Eres el comienzo de uno nuevo. Empezaremos con mil como tú. Viviendo por vuestra cuenta, multiplicándoos; produciréis vuestras propias artes e industrias e ideas. ¡Los Nuevos Titanes! Entonces, lentamente, dominaréis el mundo. Conquistaréis y borraréis del mundo todas esas cosas a las que nos oponemos tú, y yo, y todos los hombres con inteligencia. Al final, estaréis vosotros solos, en la cúspide.” [cap. XXIII]

Al día siguiente, soberbiamente excitado pero lleno de dudas, Hugo recoge las notas de su padre y escala una montaña que descolla entre las selvas del Yucatán. Allí debe tener lugar su desafío al mundo mediocre que ha conocido, y el anuncio poético de un Nuevo Mundo. Desde el risco más alto, bajo un cielo tormentoso, Danner hace jirones su ropa, y en medio de la lluvia y el anuncio del trueno, se dirige al Dios que, hasta ese momento, le había mantenido oculto su gran destino:
“¡Y ahora dime, Dios -Dios, si es que hay un Dios! ¿Puedo desafiarte? ¿Puedo desafiar Tu mundo? ¿Es ésta Tu voluntad? ¿O eres, como toda la especie humana, impotente? ¡Oh, Dios!”



Y entonces, un espantoso fenómeno natural, sobre el que no vamos a dar más detalles, se produce como respuesta al desafío del superhombre y como gran cierre de la novela por medio de la salida del (posible) deus ex machina -posible para los deístas y los agnósticos. Cuando lean ustedes ese último capítulo descubrirán de qué fenómeno se trata, y podrán decirme si no determina una resolución ambigua de la trama -tan ambigua como la aparición de la sonrisa/posible marca del Relojero a lo largo de Watchmen, cuando se forma justamente allí donde debe formarse para sugerir algo. ¿Casualidad o Providencia del Dios (americano)? Volveremos sobre ello. Lo que no han de perder de vista es que, finalmente, no han bastado las “potencias milagrosas” (las mismas del primer Superman) para extraer de Danner una (super)verdad superheroica. Habría que omitir muchos pasajes de los pasajes de Gladiator que hemos citado -especialmente los que inciden en la desmoralización y la desesperación de Hugo- para dar lugar a la ficción del Hombre del Mañana a partir del personaje de Wylie; mas, después de la omisión, se seguiría en deuda con esos pasajes. Entre Danner y Superman se abre, desde luego, una falla: hay que dar un salto, pasar el umbral de un género nuevo. Ese salto tiene que contar con la complicidad del público, asumir las condiciones históricas en que éste puede colaborar con la ficción y tomar parte en ella, dejarse seducir por el autor y darle pábulo: pues si en la lógica de la ficción -dentro de ella- no han sido suficientes las portentosas potencias de Hugo Danner para convertirlo inexorablemente en Superman, de manera análoga, tampoco fuera de la ficción el paso entre un público juvenil que lee Gladiator de Philip Wylie en 1930 y que después se entrega a la ficción de Superman en 1938 sería parte de una secuencia mecánica. Entre medias han de actuar y mediar algunos elementos del entorno histórico de la ficción, y obran las presiones de algunos nuevos significados -o pérdidas de significados- que marcan la dirección en que ésta -la ficción- debe continuar; componentes que permiten al intercambio entre escenario y público extenderse por esa vía, despejando el camino y convocando a las masas para la inmediata función. El hombre medio del Sueño Americano decide asistir al espectáculo o no, decide seguir leyendo la Biblia -como el abuelo de Hollis Mason- o comenzar a leer cómics de superhéroes -como hace el propio Mason en 1938. Es necesario, decíamos, un olvido y una decisión que dé una apariencia nueva a aquel personaje excesivamente dotado que no encuentra su propósito en el mundo de comienzos de siglo: pero una decisión tomada no en abstracto, sino en el mundo del Sueño Americano, a partir de contenidos propios de su realidad histórica. Quizás sólo en la América contemporánea podía convertirse Hugo Donner en Superman, porque quizás sólo en su tejido ideológico esa crisis del “Sueño del Hombre americano” de los años treinta [véase “Superhéroes y crisis (...)”] se compensaría y aliviaría produciendo ese nuevo género de ficción, entre otros posibles -pero posibles sólo en América. Bajo una desmoralización creciente, ese hombre medio, en lugar de recurrir a una inexistente “América eterna“ para tomar de su “arquetipo” las referencias necesarias a la hora de responder así o asá a la crisis, tendrá que configurar esa respuesta a partir de los materiales que ya tiene a mano: una cura -en falso o no- “a la americana” que reafirma ciertos componentes del proyecto universal en crisis -descartando otros- y vuelve a asentar la realidad del Hombre americano, delatando lo que éste es cuando abandona el teatro de la ficción -pues, alrededor de él, una solución no-ficticia estará ya teniendo lugar, curando en falso (o no) esa desmoralización. Del mismo modo que la juventud de una América desmoralizada podría haber aceptado después de 1930 otro género de ficciones sobre el papel del cómic -o quizás haber insistido en sus prácticas religiosas, o quizás haber reinventado un secesionismo antifederalista y antiyankee, etcétera-, y sin embargo acabó aceptando a los superhéroes, también la novela Gladiator podría haber tenido otra repercusión y ser interpretada en otra dirección, de modo que ahora no se tuviera que citar como antecedente del género superheroico: ¿qué tal como antecedente de un inexistente género supererrático, supererótico o superlibertino? ¿O eso ya lo inventó Henry Miller?

[Pueden descargar en este enlace el texto original de Gladiator]