lunes, 19 de enero de 2009

Fe de erratas: Introducción (I)

En la entrada titulada "Introducción (I). Watchmen y el alter-ego superheroico", el autor se había referido a lo que los estudiosos del cómic llamaron "Edad de Plata de los superhéroes" (década de 1960 y comienzos de la siguiente) sin diferenciarla de la "Edad de Oro" (finales de los 30 - comienzos de los 50). Este error ha sido detectado tras una revisión detenida del artículo, en el que ya se han introducido las enmiendas pertinentes.
Ustedes disumulen.

martes, 6 de enero de 2009

Introducción (I). WATCHMEN y el alter ego del superhéroe.

[Las obligaciones de Watchmen en torno al público y a la figura del superhéroe. ¿Consiste la novedad de Watchmen en la exploración “psicológica“ o “personal” del superhéroe o no?]
Como venimos diciendo, en atención al lector y su posible apatía en la lectura de las historias de superhéroes, Watchmen introduce en el género un giro hacia la verosimilitud, que no consiste sin más en conceder la palabra a las personas presuntamente ocultas bajo los trajes de los superhéroes o en hacerlas participar episódicamente de las dificultades más cercanas a la realidad histórica y sociológica del lector. Este “tratamiento humanizador” de los superhéroes, que se aproxima a ellos “no sólo como superhéroes” sino “como personas”, se asentó plenamente como tópico central del género -esto es, como fuente de argumentos- tras la llegada de los personajes de Stan Lee y Jack Kirby a la línea Marvel durante los años de la llamada Edad de Plata, aunque ya había sido introducido en el juego de personalidades de los protagonistas de las primeras aventuras de Superman o Batman durante los últimos años 30. Parte de la novedad ostentada por estas últimas historietas de comic-book frente a las historietas de detectives, policías y gángsteres con las que compartían sus páginas -también frente a las historietas de justicieros enmascarados como Phantom o La Sombra- estribaba precisamente en que, por medio de este “juego de personalidades”, se ofrecía al lector, en la misma historia, un segundo divertimento: el juego de los equívocos de identidad entre los dos papeles del protagonista, los trances de “ficción dentro de la ficción” durante los cuales el hombre de acción se presta a hacer ver que es el que no es -afectando ser un pusilánime incapaz- con tal de asegurar su secreto frente a los personajes secundarios, a los que, por amor de su empresa justiciera, debe mantener al margen de su “auténtica vida“. Gracias a ese divertimento, el lector se confirmaba en la ilusión de participar en un secreto guardado exclusivamente -al menos durante la entrega al entretenimiento- por él y el protagonista; del mismo modo, la comunicación entre la escena y el espectador quedaba plenamente ganada por la historieta al coincidir ambos, protagonista y lector, en un falso secreto que el resto de la representación desconoce (fingidamente), pero que es necesario mantener -dentro del juego de espejos- para que la ficción pueda proseguir. La oposición entre el verdadero hombre de acción que se oculta ante sus compañeros de viñeta y el hombre incapaz de acción, el muñequito de modistilla que éste finge ser cuando no ejerce como justiciero, sólo ofrece su figura completa al lector, porque sólo éste entiende lo que a los otros personajes se les ha pasado por alto: que el hombre de acción es la verdadera forma, y no sólo la forma complementaria o alter-ego, del hombre inane que creen conocer los otros personajes, pero cuya “secreta mitad profunda“ se les oculta una y otra vez como la cara oculta de la Luna se oculta a los que vivimos sobre la Tierra. Como ya se ha apuntado en más de una ocasión, en la relación entre el espectáculo y el espectador esto supone una cierta “adulación“ del lector, en la que él toma parte muy de su grado -pues para eso ha solicitado un divertimento-: se le permite creer que no sólo el “verdadero yo” del protagonista de papel, sino que su verdadero yo -el del lector-, está sometido a esa “mimetización“ y ocultación forzosas en relación a sus efectivas circunstancias -a sus circunstancias como lector ya fuera del papel: aquellas que le obligan a quedar atado bajo los hábitos de un “chico normal“, en los que toma una identidad circunstancial que no se corresponde con su “yo profundo“. Mientras participe como espectador de la fantasía y la ficción, el lector de las aventuras de superhéroes será sólo aparentemente incapaz de hacer frente a las dificultades de su propia existencia -incapaz en apariencia y por elección, ojo-, en la misma medida en que, también aparentemente, resulta incapaz de acción el superhéroe -sin serlo en realidad- cuando finge ser el que en realidad no es. ¿De qué sorprenderse, si el arte de adular al espectador y el arte de entretenerlo siempre han ido de la mano, y no necesariamente con fines torcidos? El Hombre de Acero se hace pasar ante todos -a excepción del lector- por Clark Kent, un periodista pusilánime, al que Lois Lane desprecia mientras dice estar enamorada de Superman; por otro lado, encontramos que el justiciero nocturno llamado Batman, durante el día, se presenta como Bruce Wayne -”en realidad Batman“, dice algunas veces Bob Kane-, un joven play-boy millonario, huérfano propietario de una gran fortuna, “al que -según su amigo el comisario Gordon- no le gusta nada“ y que “tiene una vida insoportablemente aburrida“, esto es, una fácil vida de señorito amigo de las fiestas que no sabe dar un propósito a sus días. Ni Lois Lane, que se avergüenza repetidamente de su compañero timorato, ni el comisario Gordon, necesitan saber quiénes son en realidad uno y otro: de lo contrario, podría perderse ese divertimento “de añadidura” que surge en el equívoco (ficticio) entre un yo verdadero y un yo que hay que fingir “para poder seguir cumpliendo con la promesa del superhéroe de perseguir el mal y la injusticia“. Sólo un “compañero de armas”, preferentemente un adolescente como Robin “el chico maravilla” o Bucky -el primer compañero del Capitán América, que murió al final de la II Guerra Mundial-, puede compartir, como intercesor entre el lector adolescente y el protagonista adulto, una tercera parte de ese secreto triangular: de esa manera, ya no sólo será el lector quien guarde un (fingido) secreto del protagonista, sino que, además, el protagonista podrá corresponder su fidelidad y guardar con él una nueva parte del secreto: la parte del secreto que revela que el lector adolescente, en realidad Robin o Bucky -o alguien muy cercano a ellos-, también finge, fuera de la fantasía del papel -frente a sus compañeros de colegio, las niñas del barrio o los gamberros que lo amedrentan-, ser quien en realidad no es, para poder reclamar, en su día, el título de defensor de la Justicia (del American Way). De esa manera, el eje pragmático de la ficción de superhéroes se enriquece (fingidamente), ganando un aparato de ilusiones muchas veces fatuo pero increíblemente efectivo: al menos mientras dura el juego ficticio, el lector puede pasar a entender que su “verdadera personalidad“, su “profunda forma moral”, está más cercana a la del protagonista que se ve obligado a fingirse incapaz de acción que a esa figura moral que ya él, como persona adolescente, comienza a desarrollar efectiva y quizás irreversiblemente -y no sólo para “mimetizarse” en el entorno- frente a sus circunstancias históricas y sociales: una “personalidad tan profunda como superficial”, tan oculta como patente, que para bien o para mal, quizás no pueda ser asimilada en absoluto a las siluetas de la “verdadera identidad superheroica“ que esperan pacientemente para revelarse como tales tras el juego de equívocos en derredor de la identidad del superhéroe y del hombre incapaz de acción.
Regresando a un momento de la adolescencia de Walter Kovacs, también conocido como Rorschach, el cap. VI de Watchmen nos muestra cómo en éste comenzó a revelarse, desarrollada como una “respuesta evolutiva” frente a la presión de sus circunstancias, una “verdadera personalidad que había estado latente” -una posibilidad que quizás nunca había existido hasta que se formó- en el niño tímido, hijo de una mujer soltera a la que llaman “puta“; esa “verdad” que comienza a descubrirse en él es la personalidad del vigilante Rorschach, que en su profundidad es tan visible como lo es la (más)cara que se acaba tragando la biografía de Kovacs y como lo será la violencia despótica que, en nombre de unos “valores morales americanos“, éste acabará ejercitando. (Obsérvese que, hasta el momento, no hemos censurado ni alabado desde el punto de vista de la “salud” esa “respuesta vital por el dominio de los entornos“.) El Kovacs de diez años de edad, para sorpresa del lector, ataca con fiereza a dos pandilleros que, llamándole “pequeño hijo de puta”, le estrellan una fruta en la cara: a uno le apaga un cigarrillo en un ojo y al otro quiere arrancarle un pedazo de la cara a mordiscos. Ese niño, a diferencia del que era llamado “subnormal” y golpeado por su madre [VI, 4], es ya más que capaz de acción -quizás ya no sea un niño, sino alguien ya “a la altura del mundo“. Dado que no es realidad otro que Kovacs, y que a diferencia de Clark Kent, no puede contar con los superpoderes y el cuerpo casi invulnerable ocultos “como verdadero yo” bajo el disfraz de pusilánime, la respuesta de Kovacs no puede pretender ser “justiciera” y aseguradora de sí por otra vía: ha de ser así de contundente y violenta, o arriesgarse a dejar expuesto a la agresión de otros el cuerpo vulnerable de quien la desarrolla. Dado que ése que está siendo agredido por los dos aprendices de matón no es en realidad otro que el frágil adolescente Walter Kovacs, éste no puede dejar de transformarse en Rorschach, en respuesta al descubrimiento de un mundo que se le muestra en el horizonte “vacío de valores morales“ -en esa misma medida, falto de confianzas- y por eso mismo, bajo una exigencia compulsiva de ordenación -por los medios que fuere. El “verdadero yo” pleno del Kovacs adulto sigue al “verdadero yo“ en semilla del Kovacs adolescente y abunda en aquella actitud que a éste le permitió “sobreponerse a la existencia“: en esa “lucha con la hostilidad de la existencia“ está la piedra de toque de todo la “verdad” de ese “verdadero yo“, antes que en ningún destino moral del hombre en la perfección metafísica del “Hombre del Mañana“. A pesar de eso, como veremos [cap. 4], quizás esta “epigénesis” de su personalidad adulta pueda dejarle todavía una salida al círculo de desconfianza y violencia al que ha quedado entregado. Y precisamente puede existir tal salida porque su “verdadero yo” es tan profundo como superficial, y depende íntegramente de su modo de instalarse en la existencia -a diferencia de los yoes verdaderos de Clark Kent y Bruce Wayne, tan verdaderos como ocultos, tan ocultos como inmarcesibles, tan inmarcesibles como incapaces de reformarse.
Lo que nos interesaba aquí era dirigirnos a examinar el “juego de personalidades” de los personajes de la Edad de Plata de los superhéroes en los años 60 y sus herederos, un período en cuya bajamar ya será despejado el horizonte de problemas sobre el que se mueve Watchmen en ese mencionado “giro hacia la verosimilitud”. Al revisar, pongamos por caso, la composición de las aventuras de Spiderman o Iron-man, encontramos que en ésta resulta central la presentación de parte de las biografías de Peter Parker o Tony Stark: exponer, por ejemplo, las razones que les condujeron a asumir el papel de superhéroes, dejar ver cómo hechos dolorosos de su vida como “hombres promedio” acabaron configurando sus destinos como superhéroes, y cómo algunas de sus aventuras se enredan sorprendentemente con aspectos irresueltos de su biografía, sin que a cambio los disfraces les ofrezcan las claves morales necesarias para hacer frente a sus indecisiones -sólo su “yo profundo“, el del superhéroe que ya no va disfrazado, está en posesión de esas claves morales, sabiendo a carta cabal qué opción debe tomarse. El desarrollo de esta “humanización” dentro del género de superhéroes supuso contar con que los superhéroes, como hombres y mujeres de los Estados Unidos -no hombres y mujeres “sin patria ni condición”, sino instalados en la misma escena histórica que su público inmediato- se encontrarían con que, sin poder recurrir a sus superpoderes como auxilio, debían, además, “mantener vínculos familiares y de pareja más o menos conflictivos, responder ante amigos y vecinos y pagar sus facturas”, y en definitiva, reanudar su biografía como “un americano más” allí donde ésta quedase ya a salvo de “el mal y la injusticia” que sus superpoderes les hubiesen permitido evacuar de su mundo. Incluso algunos de los guionistas de esa línea comenzaron a jugar con la posibilidad de que los protagonistas sufrieran períodos de “relajación moral“ o “crisis personal“, durante los cuales comenzaban a “fallar a sus propios valores”: por ejemplo, el ingeniero Tony Stark, a principios de los 80, se desmoronó ante la responsabilidad moral que lo abrumaba como superhéroe y se abandonó al alcoholismo, por lo que un segundo piloto tuvo que tomar su relevo bajo la armadura de Iron-man. La complicación de ambos aspectos de la misma persona -la actividad justiciera bajo la máscara del superhéroe y lo que en esa misma persona puede resultar “frágil“, “humano” y vinculado a la realidad cotidiana del lector- estaba ya, por tanto, suficientemente explorada en el género de superhéroes antes de la aparición de Watchmen: pero en torno a la idea misma del superhéroe, esta “fragilidad” y complicación no se habían descubierto -o simplemente, se habían soslayado. Pues en el fondo de esta “humanización” de las historietas de superhéroes, la figura del superhéroe ha quedado sin cuestionar. La lógica de esas “concesiones a la verosimilitud” se había detenido allí donde ésta todavía proporcionaba un “juego de di-vertimiento” de la historia entre dos “caras” del protagonista que se podían complicar entre sí, ofreciendo nuevos niveles de compromiso moral a la trama de la ficción superheroica. Quizás, desarrollada hasta el final y sin detenerse ante los ídolos, esa misma lógica hubiese transformado en otra cosa la figura del superhéroe, poniendo patas arriba los fundamentos de la ficción superheroica: eso es lo que, creemos, ocurre en la novela gráfica que vamos a comentar. No sólo se trata de que “los superhéroes tengan un lado oscuro”, jueguen a “dar una de cal y otra de arena”, o estén atormentados “psicológicamente” por conflictos o desajustes entre un propósito de venganza o poder personal y los imperativos morales que ofrecen un sentido a su lucha -o quizás, por conflictos entre las normas morales mismas. Lo que debe ser origen de conflictos no es la “psicología personal” de cada uno de estos superhéroes, sino el encuentro de decisiones e indecisiones históricas sobre el que se levanta el ideal superheroico: la interpretación moral de la existencia que la sostiene desde mucho más allá del alcance de cualquier “psique pendulante entre el bien y el mal”, y que se ha resquebrajado bajo su peso justo allí donde la ficción superheroica pretendía encontrar y ofrecer una referencia o resistencia moral ante una desmoralización general que ya había avanzado, durante la transición “modernista“ entre los siglos XIX y XX, sobre el entero mapa de nuestro presente -y en la que todavía nos hallamos irresueltos-; una desmoralización sobre la cual arraiga y está detenida, al tiempo que reniega de ella, la figura del superhéroe -“la muerte de Dios”, la disipación de la vinculatoriedad de los significados que soportan la universalidad de las confianzas comunitarias. Porque si bien la figura del superhéroe es capaz de dejar lugar a un “coqueteo“ ambivalente del protagonista ficticio entre lo valioso y lo disvalioso, existe para ella algo que no puede enfrentar sin ser definitivamente trastornada: la imparable pérdida de significados morales de nuestro mundo histórico como lectores, pérdida que, de ser mirada de frente y ser incluida dentro del mismo papel y de la trama ficticia, sería para ella -y quizás para nosotros, el público que acude a ella para soslayar tan desagradable verdad- como la cabeza de la Gorgona: “el abismo que te devuelve la mirada”. Eso es justo lo que, defenderemos, ya puede hacer Watchmen -convirtiendo a los superhéroes en otra cosa, claro. Frente al “juego de identidades” presente en el género superheroico como una concesión a la verosimilitud y a la eficacia pragmática del espectáculo, esta obra intentará sacar a luz, por medio de la misma ficción -pero sin intentar rebajar o echarse atrás ante las consecuencias de esa decisión- los efectos de la empresa de la máscara “justiciera” sobre aquellas personas que la asumiesen como “salida“ a la pérdida de significados morales propia del mundo contemporáneo.
Acerca de esta transformación de los superhéroes en otra cosa -el destino que se revela más allá de su “verdadera identidad oculta“, y sin embargo, mucho más en la superficie de su rostro que en “lo profundo“- una de las tramas “secundarias” de Watchmen nos deja una hermosa pista [la seguiremos con más detalle en el cap. 3]: la que permite la progresiva sustitución del brillo del superhéroe por el rostro monstruoso del náufrago que se ve convertido en un tripulante del Navío Negro. La lógica del género de piratas acompaña la trama como una segunda voz hasta que en la salida del perverso deus ex machina [XII, 6] -esto es, en la culminación disfrazada de la “gran acción” como Ozimandias (sin necesidad de disfraz) de Adrian Veidt- resulta en realidad pervertido el mismo papel del actor superheroico, y la voz secundaria del tema del Navío Negro se lleva consigo a la voz del tema épico del “Ozimandias pacificador del mundo“, silenciándose las dos. En esa viñeta que nos muestra el (doblemente engañoso) cuerpo del siniestro deus ex machina, junto a los cadáveres de Bernard y Bernie, encontramos sobre el pavimento una lámina del test de Rorschach y un ejemplar de Relatos del Navío Negro que se eleva por los aires, como anuncio del “verdadero rostro” del responsable de la presunta invasión alienígena e indicación casual de su destino como hombre que se ha fundido con el ideal del héroe legendario. En la siguiente página aparece sobre una pared la silueta de “los amantes de Hiroshima” [véase nuestro cap. 4], manteniéndose a salvo de la aniquilación. Avanzando unas páginas, ya al final del capítulo [XII, 31], el ayudante de redacción del New Frontiersman pasa junto a una pared en la que se lee una pregunta que sustituye al “¿Quién vigila a los vigilantes?”: ahora aparece, en su lugar, “¿Quién vigila los cielos?” -“who watches the skies?”-, una pregunta que, entendemos, nos pone de nuevo ante la misma indecisión que la otra [véanse cap. 3 y 4], sin que los acontecimientos de la trama hayan podido salvarnos del problema inicial que se planteaba ante nosotros como el enigma de la Esfinge: la pregunta sobre la autoridad “más allá“, que “debió” vigilar en su momento a los vigilantes y que “debería” vigilar ahora los cielos -pero que nunca se presenta- sigue, cambiando lo que tenga que cambiarse en los términos de la pregunta, señalando en la misma dirección. [Véase nuestro apéndice “Un viaje psicodélico por los tentáculos del calamar“]