lunes, 18 de mayo de 2009

“¿Qué pide el Señor de ti?” (puente)

DEBE de haber allá en el cielo cierto dios -un dios panzudo, cínico, cuya ocupación es la de disponer para cada una de las almas destinadas al paritorio un conjunto de circunstancias tan bien adecuadas a su carácter que harán que el resultado de su vida, en el triunfo o en la derrota, quede pendiente del más fino de los hilos. Así debió de sentirse Hugo al regresar a casa desde la Gran Guerra. [Gladiator, cap. XVI]


Al resumir más atrás el relato sobre la vida errática de Hugo Danner, “el hombre que pudo ser Superman”, no estábamos haciendo sólo eso: pretendíamos, ante todo, hablar de los obscenos antecedentes de la ficción superheroica y su reaparición en Watchmen. Daré por sentado a partir de ahora que o bien ya han leído la novela Gladiator de Philip Wylie o bien son ustedes de esos lectores que no encuentran en el conocimiento previo de trama y desenlace un asalto a la “experiencia personal (e intransferible) de la lectura”. Voy a tener que adelantarles el desenlace de Gladiator, para mostrar hasta qué punto era necesario que el género superheroico echase tierra encima de una posible lectura de este desenlace -justamente la que mejor encajaría en la trama de Watchmen- para poder levantarse como lo que es, para exhibirse con la apariencia magnífica de un entretenimiento que pone a salvo a su joven lector -al menos, durante la ficción- de la crisis de figuras éticas, el desmoronamiento comunitario y la irresolución moral que proliferan alrededor del Hombre americano [véase Superhéroes y crisis (...) ]; para poder levantarse, en definitiva, encima del olvido y el disimulo, con la complicidad culpable del lector (nota 1).


¿Cuál era -decíamos- la “gran tarea” que correspondía reclamar a Hugo Danner, aquélla que estaba hecha a la medida de sus fuerzas sobrehumanas y podía, en definitiva, darle la clave del “auténtico comienzo” de su biografía? ¿Qué “gran fin” podía actuar como un imán sobre la figura de un “gran yo” que se le había perdido a Hugo en medio de los caminos del mundo como una aguja en un pajar? Hugo había nacido dotado de los "atributos milagrosos" que darían después tanto juego a Superman; pero, a diferencia de él, se encuentra perplejo ante ellos y carece de una comprensión de su "propósito". A falta de una "misión", Hugo se encuentra abandonado a la zozobra y el desconcierto. ¿Qué “propósito” era el único plenamente acorde con su “secreto“ [sus capacidades sobrehumanas] y capaz de ofrecerle la figura completa y plenamente desarrollada de su persona? En el último capítulo de Gladiator, el “gran propósito” de Danner quedaba, por fin, al descubierto, como si hubiese sido “desenterrado“ junto a las ruinas mayas en lugar de haber sido improvisado: Hugo no es -y por eso no pudo ser- el reformador del viejo género humano, sino el comienzo de una nueva (Super)humanidad, libre de las miserias que atan a los hombres del presente: la estirpe de los Nuevos Titanes, los Hombres del Mañana. El "verdadero propósito" de Hugo alcanzaba desde siempre una talla que hasta ese momento él mismo no se había atrevido a afrontar: había pensado como Hombre la tarea del superhombre (?), y por eso el conocimiento de esa tarea se le había escapado. En el último capítulo de la novela se ha despejado por fin la que él ha tomado como incógnita central de su existencia: la incógnita sobre el "gran propósito" que puede corresponder plenamente a ese "don".

Parecería que a partir de ahí su biografía quedaba resuelta, "resuelta" como cuando se resuelve un acertijo al que se ha estado dando vueltas mucho tiempo o se resuelve uno mismo a actuar: Hugo ya sabría qué hacer y cómo evitar que el mundo le impida ser quien es, obligándole a enmascararse perpetuamente bajo un “yo simulado”. Para sorpresa y quizás disgusto del lector, la trama de Gladiator no se extiende, tras ese descubrimiento colosal, hasta el triunfo final de Hugo Danner como patriarca de los Nuevos Titanes, sino que concluye abruptamente tras un par de páginas, sin que algún cabo suelto ofrezca una posibilidad de continuación: Hugo es fulminado por un rayo que parece lanzado por algún dios altitonante -un Dios que no admite enmiendas a la Creación-, y los papeles que contienen la fórmula del "supersuero" arden y se deshacen en la tempestad. Pero el desenlace conclusivo de Gladiator, en buena parte anunciado desde sus primeros capítulos [el "¿Y qué pasa con Dios?" del capítulo IV], no será aceptado como tal por el público estadounidense, por motivos que estamos intentando aclarar.

La muerte de Hugo Danner cancelaba toda posibilidad de seguir adelante en el espectáculo de la intervención de sus fuerzas sobrehumanas en la ortopedia del mundo del siglo XX. Para dilatarse en ese espectáculo había, por tanto, que ir más allá del final escrito por Wylie, esquivarlo en alguna forma, aunque eso sólo fuese posible retrasando el cierre trágico de la trama mediante un truco de ilusionismo, olvidándose de éste provisionalmente -pues pudiera darse que, como en Edipo Rey, el final ya hubiera sido sentenciado por el progreso de la lógica dramática. Algunos de los lectores inmediatos de Gladiator, entre ellos los padres de Superman -y muy posiblemente el reformador Stan Lee- saltarán a la escena para reclamar una continuación que pudiese conducir hasta un "buen" final, hacia un clímax más adecuado a la adulación del público y montado sobre un espectáculo más llevadero: un espectáculo en el que el Hombre del Mañana pudiese "reformar el mundo" allí donde Hugo Danner, nacido con las mismas potencias milagrosas que él, había fracasado. Y no es poco el interés que al lector le va, siquiera por medio del consuelo ficticio, en el triunfo del Hombre del Mañana. De modo fraudulento, pero con el consentimiento de todos los espectadores, el final de Gladiator se convertirá después en el comienzo del nunca concluso género superheroico.


Ahora vamos a tratar de localizar el punto de apoyo que permite hacer fuerza para desviar el final de Gladiator hacia el montaje del género superheroico. De alguna manera, intentaremos hacernos cargo de la preguntas clásicas "¿qué va con la condición de superhéroe?" o "¿cómo se reconoce a un superhéroe sobre la escena?" -podríamos decir: por su traje, por sus superpoderes, por su carácter caballeresco, por su origen excepcional, etcétera- desviándolas hacia otras cuestiones, cuestiones sobre el "salto" o la "pirueta" que la ficción debe dar para comenzar a revestirse de un "tono superheroico" y esquivar -provisionalmente- el final de Gladiator: ¿qué aparato escénico permite que Clark Kent se transforme en el primer superhéroe, cuando Hugo, su hermano gemelo, no tuvo ocasión de adoptar ese papel? ¿Cómo fue posible montar la primera ficción superheroica alrededor del "don secreto" de Clark Kent [sus fuerzas sobrehumanas] y evitar, al tiempo, que ese "don" lo marcase con la mala estrella de Hugo Danner?

Aquí vamos a proponer una respuesta a estas preguntas haciendo un baile entre Watchmen y From Hell. Si ambas obras contienen algún tipo de "desmontaje" del género de superhéroes, de su genealogía y su peculiar máquina teatral, entonces no evitarán comprometerse con una respuesta a esas cuestiones. Por supuesto, leer esas dos obras conjuntamente no nos permite fundirlas, sino examinar una secuencia de "evoluciones" entre ellas. Interpretar Watchmen como una fuga abierta en 1986 hacia un "más allá del género de superhéroes", hacia un terreno menos sujeto a la trampa de sus fundamentos, nos permite encontrar en From Hell -una obra que Moore y Campbell comienzan a preparar alrededor de 1988, en el año del centenario del Destripador- una prospección del fondo de muchos otros fenómenos propios de nuestro tiempo, entre los que el género de superhéroes aparecería sólo como uno más. Si a lo largo de la trama de Watchmen la pregunta "¿quién vigila a los vigilantes?" se transforma en "¿quién vigila los cielos?" [véase nuestro "Viaje psicodélico por los tentáculos del calamar"] ahora el título del capítulo IV de From Hell nos plantea otra pregunta, que -creemos- no deja de estar alineada con las anteriores: "¿qué pide el Señor de ti?".

“¿Qué pide el Señor de ti?” (I)


-Madre dice que cuando estaba embarazada, tras lo de Waterloo, los retratos que había por todos lados de Napoleón la impresionaron mucho, y que por eso me parezco a él. (...) ¿Padre? ¿Es vanidad desear que el Señor me elija para una tarea extremadamente complicada?
-No, me parece que es un valioso atributo cristiano, siempre que no lo hagas por el renombre.
-Ah, no. Aunque mi tarea fuera extremadamente difícil, necesaria y severa, no me importaría ser yo el único que supiera de mi logro. Quedará entre el Señor y yo. Y con eso basta.”
[From Hell, cap. II "Sumido en la oscuridad"]

Estas líneas corresponden a un diálogo entre el niño William Gull y su padre. La escena es, declaradamente, una invención de Alan Moore y Eddie Campbell para su estudio sobre la leyenda de Jack el Destripador: pero una invención con tan malas pulgas como aquella del psicoanálisis sobre la "escena de la seducción originaria del infante". Advirtamos que aquí el embaucador no es únicamente el escritor que se inventa la escena: el embaucador es, también, el personaje que conduce la escena para engañarse a sí mismo sobre su origen, su condición y su "propósito". En esta escena volvemos a estar delante de los mismos elementos que ya aparecían en la escena de Gladiator en la que Hugo Danner, siendo niño, inquiere a su padre sobre su "verdadero origen" -lo que viene a ser tanto como preguntar acerca de su "verdadera identidad"-:


- (...) Pero lo que iba a decirte es esto. Cuando eras poco más que una masa de plasma dentro de tu madre, puse en su sangre una medicina que había descubierto. Lo hice con una aguja hipodérmica. Esa medicina te cambió. Alteró la estructura de tus huesos, músculos y nervios y tu sangre. Te dotó de un tejido diferente a las débiles fibras de la gente ordinaria. Por tanto, ya cuando naciste eras fuerte. (...) ¿Puedes comprender eso, hijo?
- Seguro que sí. Soy como un hombre que hubiera sido hecho de hierro en lugar de carne.
- Eso es, Hugo. Y mientras te haces mayor tienes que recordar eso. No eres un ser humano ordinario. Si los demás descubriesen eso, te... te...
-¿Me odiarían?
-Porque te temerían, hijo. (...) Algún día encontrarás un fin para toda esa fuerza -un fin grande y noble- y entonces podrás hacer uso de ella y sentirte orgulloso. Hasta ese día, tienes que humillarte como el resto de nosotros. (...) Espera tu momento, hijo, y podrás sentirte satisfecho por ello. (...) En cuanto más fuerte y grande eres, más dura te resulta la vida. Y tú eres el más fuerte de todos, hijo.
El corazón del niño de diez años ardió y titiló. “-¿Y qué hay de Dios?” -preguntó.
“-No sé gran cosa acerca de Él” -susurró su padre.
[cap. IV de Gladiator -la traducción es nuestra]


Tenemos entonces dos escenas que son variaciones sobre el mismo tema: un niño que pregunta sobre quién es y que está predispuesto a guardar un secreto sobre él mismo, un padre que acaba revelándose como mero "padre putativo" -siendo desplazado por una "causa superior": el supersuero o la grandeza del rostro de Napoleón-, y el atisbo de una tarea "extraordinaria" y personalísima asociada a ese origen fantástico, una tarea ante la que un Dios único (el luterano, en principio) no puede dejar de pronunciarse, porque está revestida de un carácter divino. Encontramos en ambos casos tres actores: el niño, su padre, y un Dios que no está propiamente presente en la escena, pero al que se refiere todo su sentido. Tres actores que no forman, señoras y señores, ningún triángulo que los psicoanalistas vayan a vendernos como una versión del "triángulo edípico", sino que ocultan una tríada de "(super)verdades" que sustituyen las verdades aparentes, que dependen las unas de los otras y asientan la condición extraordinaria de lo que se va a producir a partir de ahí: todos seremos en secreto, junto a ese protagonista, partícipes de esa condición extraordinaria, de esa (super)verdad que podría no ser más que una ficción llevada al límite, con un plus de disimulo. Estas tres verdades deben tocar tres puntos: el verdadero origen del protagonista, la verdadera identidad del protagonista, la verdadera tarea del protagonista. ¿Tendrá esta tríada de verdades algo que ver con el montaje de la ficción superheroica?



Vemos que la tríada se presenta en una "escena fundacional" de la trama de Gladiator, el más visible antecedente de la ficción superheroica junto a los cómics "pulp", y en una "escena fundacional" del argumento de From Hell, obra situada en un "más allá del género superheroico" al que Moore habría llegado tras escribir el guión de Watchmen y justamente al "romper desde dentro" el sentido del género de superhéroes. Pero la escena se produce con resultados muy diversos, y ahí es donde nuestra argumentación debe detenerse para salir robustecida. Pues, a partir de "escenas fundacionales" paralelas, se generan dos tramas ficticias que no llegan a resultar del todo congruentes: hay una segunda escena que debe completar la anterior y que podría ser la que, produciéndose o no, dándose por supuesta o representándose explícitamente, hubiese dirigido la ficción a un nuevo "tono", dando lugar al género de superhéroes o no. Esa escena es la que, comparando Gladiator y From Hell, podríamos descubrir: justamente porque en la novela de Wylie encontramos una figura "casi superheroica" -la del "hombre que pudo ser Superman", decíamos- y porque en el cómic de Moore y Campbell nos topamos ya con el resultado de "pensar hasta el final", recogiendo los resultados de Watchmen [ya veremos cómo], la "lógica" propia del género de superhéroes. Si en el Dr. William Gull de From Hell hay algo así como una "figura post-superheroica", entonces en el comienzo de su empresa tras el disfraz de Jack el Destripador debe producirse, sin ambages ni rodeos -y, claro está, sin ningún "disfraz" o falsificación en su lógica que pudiese dar lugar a una ficción superheroica-, esa "segunda escena" que buscamos para completar la anterior: la que responde categóricamente a la pregunta "¿qué pide el Señor de ti?", entregando lo que Moore llama la "misión divina" del personaje, resolviendo la incertidumbre y la dificultad sobre la "tarea especial" con una firmeza metafísica:

“-¿Pa-padre? (...) Padre, ya casi tengo setenta años, y el Señor no ha encontrado ninguna tarea especial para mí. ¿Quién hay detrás de usted, en la cuesta?” [From Hell, cap. II]



Un encuentro apocalíptico, durante el que el Dios (masón) entrega al viejo Dr. Gull su "tarea especial", será la escena que complete la otra, esa escena infantil que habíamos llamado "fundacional" por haber insertado en el personaje una "espera": la espera de un "verdadero propósito" de su existencia, de una "interpretación de sí mismo" que llevase a algún lugar, sin dejar espacio a la incertidumbre, la creencia del personaje en su condición extraordinaria. Durante su primer paseo por Londres junto al cochero Netley, el Dr. Gull refiere esa escena de la "recepción de la tarea" sin descartar que se trate de una alucinación:


Hace poco, tuve un ataque al corazón. (...) Me causó afasia: es una fluxión del hemisferio derecho del cerebro que produce alucinaciones. Netley, vi a Dios. Me arrodillé ante Él... Y me explicó lo que tenía que hacer.” [From Hell, cap. IV]


Se trate ésta o no de una alucinación, el sentido de la escena está claro para William Gull, una vez que aquél la asume con mala fe como la "segunda parte" de la escena infantil: el Dios le anuncia que deberá alimentar en 1888, mediante el sacrificio ritual de cuatro mujeres de los suburbios, la "espiral de dolor y violencia preexistente" que inscribirá sobre el Londres victoriano un nuevo nivel de la "Arquitectura del tiempo"; en la interpretación masónica -armonista- del sentido de la historia universal y del papel del Imperio inglés en ella, esto se convierte en "salvar el mundo de la Razón" frente al avance del "caos de la imaginación" que promueven los revolucionarios socialistas y los "seguidores de la Luna". Ciertamente, gracias a esa "revelación" del Dios masón, que sanciona -fundamenta- su "tarea especial", Gull puede llevar a cabo su gran propósito sin titubear, con un alcance en principio secreto y sólo conocido por él y su Dios. Esa falta de titubeo en medio del delirio es la que, por comparación, nos lo aproxima en primer lugar al náufrago de Relatos del Navío Negro, y a través de él, al Adrian Veidt que mantiene a toda costa su voluntad de fundirse con el Ozimandias legendario, unificando el mundo moderno y guiándolo en secreto hacia la utopía -pues tampoco Veidt necesita que alguien más sepa acerca de la "tarea especial" que ha desarrollado desde su aparente retiro como superhéroe. Esa misma falta de titubeo lo separa definitivamente de Hugo Danner, el errático protagonista de Gladiator, quien nunca podrá convertirse en nuestro Superman por carecer precisamente su "don" del soporte de un propósito salvo de toda equivocidad.



Recordemos que tras la escena de la "entrega de la misión" en Gladiator, después de la cual Danner escala en solitario la cumbre desde la que se dirige al Dios (americano) en busca de una resolución definitiva de su destino, el desenlace de la novela sobreviene abruptamente: el protagonista cae fulminado por un rayo que -se nos sugiere- podría tener detrás a un Dios (americano) y ya no hay lugar en la ficción para presentar el principio de su tarea titánica. Se puede entender que, al no contar jamás con la voluntad de ese Dios ni en la recepción de la "gran tarea" ni en la escena del descubrimiento de su origen, Danner ha estado enfrentándose a Él durante toda su vida: por eso no cuenta finalmente con su divina sanción al emprender la "tarea", y por eso la novela sobre su vida errática acaba cuando podría extenderse hasta alcanzar un tono superheroico. En resumidas cuentas: Hugo no puede cruzar un umbral que después resultará conducir hasta el género de superhéroes no porque carezca de las "potencias milagrosas" de Clark Kent, sino porque nunca ha contado, ni ha pretendido contar, con una "tarea divina", una tarea propia de un dios; porque en el momento en que parece haber robado como un apóstata ese "propósito" al Dios que nunca se lo había entregado, ha caído fulminado (¿por Él?). En From Hell, esto es, después de haber cruzado y haber ido "más allá" de este "ciclo superheroico" en el que nunca ingresa Gladiator, el "encuentro con el Dios (masón)" es precisamente el que da lugar a la "tarea divina" de William Gull. Pero la "tarea divina" tiene que ser desarrollada hasta que su "Verdad" quede invertida como la mayor falsedad: "el Ser [supremo] es el último humo de una realidad que se evapora", como diría Nietzsche al anunciar "el fin de la Metafísica".

En el capítulo final de From Hell, "La ascensión de Gull", comprobamos que Gull se encuentra junto a sus "maestros" -los dioses solares, aspectos del Demiurgo universal- y éstos le descubren que María Kelly, una de las prostitutas que debía asesinar, ha escapado con vida de Londres; entonces el brillo divino de Gull crece hasta aniquilar su (super)identidad espiritual, y el anciano cirujano muere con su "secreto" en la celda de un psiquiátrico: su participación de lo "divino" como mortal sólo puede consistir en el descenso en vida al Infierno [From Hell], en una intervención cruenta sobre los cuerpos vivos durante la cual, oculto como Jack el Destripador, había descendido a "profundidades abisales" para ganarse su "ascensión" a las regiones superiores, junto al Demiurgo. Esa es toda la recompensa que en la Eternidad del Dios (masón) puede encontrar: es el modo en que la ilusión metafísica, la Verdad suprema, la (super)verdad, hace cuentas con aquel mortal que la había tomado como medida de sí mismo y como "su" verdad hermética. ¿Le ocurrirá algo semejante a Adrian Veidt respecto al par Amón-Ra / Osiris? Lo que debemos extraer de este excurso es lo siguiente: en el umbral de ingreso y de salida del género de superhéroes, es necesario que, como aquel que otorga esa "tarea divina" o aquel que tiene que ser burlado para obtenerla, se haga referencia a un Dios: es el poder del Dios el que da la talla de la tarea, y no puede ser otro.


Entonces, ¿es el olvido o el disimulo de esto, de esta dependencia fundamental del "gran propósito" o "tarea divina" respecto del Dios, el que permite el funcionamiento de toda ficción superheroica, antes que el aparato escénico de los superpoderes? En principio, ese Dios aparece como el Dios justiciero (americano) de Philip Wylie, un Dios que, no se sabe por qué razones, no acepta enmiendas a la Creación y permite que la historia del Hombre esté llena de males; al final del recorrido a través del género de superhéroes, Moore ha comprendido que, "pensada hasta el final", la figura de ese Dios del siglo XX se delata como la del Dios-Arquitecto masón, solar y multiforme de Gull, que produce el derramamiento de sangre a lo largo de la "historia de la civilización" para ser "El que es", la medida a la que responde todo "pequeño ser". ¿Pudiera ser que en Watchmen se encontrase una primera evolución del "ataque a la metafísica enmascarada en el género superheroico" que después culminará en From Hell? Apostemos que sí.


Y continuando el razonamiento: ¿habrá algún personaje en Watchmen a través del cual se desarrolle ese "primer ataque al fondo metafísico del género superheroico"? En parte, a través de todos ellos, si entendemos que su mascarada no es posible en un tiempo que no viva bajo la "muerte de Dios" -ahí es donde abunda este trabajo desde sus comienzos [véase El abismo te devuelve la mirada]. En el cap. IV de Watchmen, titulado "Relojero", Jon Osterman se hace cargo [como veremos] de satisfacer una "cita pendiente" con el Dios (deísta), una convocatoria "fundacional" que, para esquivar el final de Gladiator, todo el género superheroico se había olvidado (necesariamente) de aceptar: el Dios no cumple con la cita y Osterman, que no ha sido fulminado como lo fue Hugo Danner, asume en nombre de la Modernidad desdivinizada que el Reloj universal carece de Relojero. Pero a quien se le reserva un papel de "conductor hasta el final y hasta la inversión" de la lógica del "olvido superheroico" es a Adrian Veidt / Ozimandias: él es quien carga sobre sí la primera "transformación" de los superhéroes en otra cosa -más terrible-, y el único personaje de Watchmen que vuelve a "representar" voluntariamente el hallazgo de esa tríada de (super)verdades sustitutivas que -vimos- asumía en su niñez el Dr. Gull.


“¿Qué pide el Señor de ti?” (II)

Se trata, sin duda, de una simple coincidencia: la momia del faraón Ramsés II, llamado por los griegos "Ozimandias", apareció junto a otras 39 en las cámaras de Dayr al-Bahari (Egipto) a lo largo de 1881, es decir, apenas siete años antes de que el Dr. Gull de From Hell emprendiese su "tarea divina". Algunas de esas momias -no la de Ramsés II- fueron adquiridas por el Museo Británico de Londres y se ganaron fama de reliquias malditas, llegando a ser asociadas con la caída del Imperio inglés. Moore explotó esa casualidad y se permitió vincular la "tarea divina" de Gull con la llegada de una reliquia egipcia de la corte de Tebas al Londres victoriano [From Hell, cap. V y cap. IX y sus respectivos apéndices]. El tema de la "espiral de violencia, autoridad y dolor", el "Orden geométrico" que crece en la historia universal a través del auge de los símbolos solares y de la sucesión de los poderes políticos que se sustentan sobre ellos -el Imperio egipcio, el Imperio romano, el Imperio británico, etcétera-, está detrás de ese episodio de las momias, y es uno de los puntos en los que se delata la idea de "Arquitectónica de la historia" que ha fascinado a Moore, y que nosotros vamos a rechazar, precisamente por metafísica. Llegar hasta esa idea era posible, empero, ya a partir de ciertos pasajes de Watchmen:

-Curioso... Los antiguos faraones aguardaban el fin del mundo, creían que los muertos se levantarían, sacarían sus corazones de los recipientes. Casi lo deseaban. Ahora entiendo mi disgusto por las reliquias y los reyes muertos... Al final, son ellos o nosotros. [X, pp. 20 y 21]


Las palabras de Rorschach anticipan algo sobre la "verdadera identidad" de quien se oculta tras los asesinatos de E. Blake -el Comediante- y Jacobi -"Moloch"-, aunque no aciertan en el "propósito" del agente ni dan con su "identidad aparente". Es el propio Adrian Veidt quien confirma más adelante [cap. XI, pp. 7 a 11], ante unos sirvientes a los que acaba de envenenar, que esos asesinatos responden a su propósito de igualarse a Alejandro Magno y "tener algo que contarle si lo encontraba en el club de las leyendas". Aquí se reconstruye la "escena fundacional" que habíamos confirmado en el caso del Dr. Gull pintado por Moore y Campbell: aunque, como en el propio género de superhéroes, la "tríada de (super)verdades" se resiste a ser descubierta en ese relato [nota 2], que a fin de cuentas, está puesto en boca de un "superhéroe", alguien que debe jugar a la ocultación para (aparentar) serlo. El "origen extraordinario" de Veidt no es tanto el suyo como el origen legendario de Alejandro Magno y Ramsés II, con quienes tiene la voluntad de igualarse como un tercer y definitivo Ozimandias desde la muerte de sus padres en su adolescencia: "el único ser humano con el que sentía cierta afinidad murió trescientos años antes de nacer Jesús" [XI, 8]. Parece ser que el Macedonio y el ramésida más brillante compartían una creencia firme en su origen divino: el muy longevo faraón Ramsés II (siglo XIII a.C.), durante cuyo reinado Egipto alcanzó la paz con los hititas "unificando el mundo", fue uno de los pocos faraones que mandó levantar templos en los que se adoraba su figura. Y es cierto que, como cuenta el propio Veidt, Alejandro de Macedonia fue reconocido por los sacerdotes egipcios como hijo de Zeus-Amón, logrando confirmar así su presunto parentesco con el héroe Aquiles, una figura con la que se identificó desde su infancia. Con esto ya hemos llegado al punto de la "verdadera identidad" de Adrian Veidt: no es quien parece ser -un empresario y aventurero enmascarado retirado-, sino que es el moderno Ozimandias, aquel que como Alejandro ha de reclamar el imperio del entero mundo, resolviendo el enigma del nudo gordiano; desde su niñez, cuando tuvo que hacer de su inteligencia un secreto para evitar la agitación de sus compañeros [XI, 8], ha sido "el oculto", esto es, un hijo de Amón-Ra. William Gull, como vimos más arriba, también fantaseaba en su niñez a costa de su parecido con un "unificador del mundo": Napoleón Bonaparte. Y falta todavía el "gran propósito". Como el Dr. Gull, Adrian Veidt ha tenido una visión en que la talla de la "tarea" le viene dada:

"La noche antes de volver a América, vagué por el desierto y me comí una bola de hachís que me habían dado en el Tibet. La visión que tuve me transformó. Nadando en historia en polvo, oí a los reyes muertos que caminaban bajo tierra; escuché fanfarrias resonando en cráneos humanos. Alejandro había resucitado una era de los faraones. ¡Ahora su sabiduría inmortal me inspiraba a mí!" [XI, 10] [véase nota 3]

En ambos casos el punto está en alcanzar de antemano y con total certeza la talla divina con que la "visión" reviste la tarea, y no tanto en descubrir sus aspectos terrenales: lo esencial es dejar abierta la puerta para la "gran tarea", la empresa secreta a la que el personaje no puede renunciar y para cuya satisfacción deberá estar dispuesto a descender a los infiernos: una tarea de la que sólo él conoce su auténtico alcance y su origen divino. Será tras recibir un encargo de la reina Victoria, en una entrevista posterior a la "revelación" del Dios masón, cuando Gull pueda iniciar el sacrificio de las prostitutas; empero, sólo será Gull -no la reina inglesa ni algún miembro de la Hermandad masónica- quien, gracias a esa "revelación" del Dios masón, llegue a comprender el sentido pleno de su empresa y su relación con la tradición de los druidas, la raíz de toda la francmasonería y la "victoria histórica de la Razón sobre el caos de la imaginación": por eso sólo a él se le presentan los resultados de su tarea en el siglo XX por medio de nuevas visiones, en las que se descubre vagando en un edificio de oficinas contemporáneo entre medias de fantasmas humanos y pantallas de ordenador.

Sigue aplicándose lo mismo para Veidt: tras el trance en que culmina su recorrido a través de la ruta de Alejandro Magno, éste ya se halla "predispuesto" a apropiarse de una gran tarea que se corresponda a su "origen", a su (super)verdad. Vuelve a América, y adoptando el nombre de Ozimandias, se enmascara para "conquistar no a los hombres, sino los males que los aquejan" [XI, 11]; es ya inamovible desde entonces el sentido "divino" de su empresa. El episodio que determina esta tarea, completando el esbozo de ella que había en la "visión", es igualmente posterior: la poco afortunada reunión de héroes enmascarados convocada en 1964 por el Capitán Metrópolis [XI, 19], durante la cual Veidt acaba vinculando su semejanza con Ozimandias con la necesidad de "unificar el mundo" desde su aparente retiro: unificar el mundo como moderno Ozimandias, y a la vez ocultar el alcance de esa tarea a los ojos de todos, mediante un gran fraude; pero el fondo de esa "salvación del mundo moderno" sigue siendo el de reconciliarse él mismo con su "origen divino", integrándose en la leyenda de Ozimandias. Como en el caso de Jack el Destripador, no sólo es secreta la identidad de quien queda tras la "gran apariencia engañosa" -en este caso, el cuerpo del fingido invasor extraterrestre, el llamado "calamar"-, sino que hay un secreto de segundo grado, una (super)verdad que sólo llegan a conocer sus sirvientes poco después de ser envenenados y que tampoco es visible para los otros vigilantes: el alcance divino de los actos de quien se ha ocultado tras el gran fraude. Y ése es el secreto que queda, como diría Gull en su infancia, "entre el Señor y yo", tras la realización de la tarea "extremadamente complicada". Pero, ¿dónde termina para el mortal esa "aproximación máxima a la divinidad"? [Véase tambien nuestro "Pasatiempo a partir de una casualidad"]


Dejando aparte nuestra búsqueda de la "tríada de (super)verdades", una invención que les ruego destruyan tan pronto terminen de leer estas líneas, la convergencia más significativa entre Gull y Veidt será la que se produzca al esfumarse de pronto la ficción montada por y ante cada uno de ellos sobre esa tríada, es decir: al invertirse, continuando su propia lógica, el sentido de esas (super)verdades, resultando al final en el más soberano fraude. La (super)verdad que niega la apariencia cotidiana como algo "ficticio", al vaciarse en su plenitud, se invierte y acaba siendo una (super)falsa apariencia, una deformación engañosa de otra cosa que, desde antes, le quedaba por debajo: algo que sólo podía fascinar y ejercer su "poder simbólico" -diría el inglés- ofreciendo, precisamente, una apariencia deformada que intentase suprimir la buena apariencia de lo mundano, tachándola de "confusión", de "mera apariencia que tiene que ser superada". Pero esa (super)verdad no es tal, sino que se ve reducida a espejismo, a trampantojo sutil por el que se acaba perdiendo el contacto con lo mundano; esto se ejemplifica en el caso de la momia de la cortesana de Tebas antes mencionada, que, oculta bajo el gesto inmortal de la serena y bella máscara dorada -cuenta Moore en sus apéndices-, ofrecía después, con su rostro de carne muerta, una mueca nada reconfortante; mientras tanto, atraía hacia su "viaje espiritual" a los "alucinados del otro mundo", recurriendo a ellos para completar su significado.


Al tocar a su término esa aproximación solitaria a la (super)verdad, ninguno de estos dos personajes -Gull y Veidt- habrá cerrado totalmente la "tarea" que les debe igualar a sus "maestros espirituales": a Gull se le ha escapado María Kelly y a Veidt el diario de Rorschach. Pero lo que no ha fallado en su empresa ha sido el derramamiento de sangre, y tampoco la transfiguración de los dos agentes durante la ejecución de la tarea divina: la transfiguración no en aquella (super)verdad, en aquella (super)identidad, sino en lo queda de ella tras abrirle paso por la única vía posible: la ofrenda de sangre ante lo "espiritual puro".
Ya nos hemos referido al capítulo final de From Hell, "La ascensión de Gull", durante el que, poco antes de su muerte, éste se incorpora a un "arco del Templo masónico de la Eternidad" y va cobrando diversas formas espantosas y sobrenaturales en lugares y momentos que se encuentran especialmente vinculados con la sangre humana y los rituales dionisiacos, masónicos o druídicos ("solares", según Moore). En un punto de ese "arco temporal", Gull es descubierto por la mirada del poeta e ilustrador inglés William Blake a finales del siglo XVIII: ahí el poeta lo dibuja como el demonio escamoso y de lengua viperina que aparece en su famosa lámina "Fantasma de una pulga", un demonio necesitado de sangre que parece horrorizarse de su propio apetito.


La imagen que envuelve a Adrian Veidt tras la ejecución de su plan no es ésa, sino la del náufrago del cómic Relatos del Navío Negro, que al final de su travesía, pese a sus "planes bienintencionados", acaba convertido en un miembro de la monstruosa tripulación del barco pirata que debe conducirlo al Infierno [véase apéndice de cap. V de Watchmen]. La pesadilla de Veidt [XII, 27] en que éste se ve "nadando hacia un horrendo..." corresponde a las últimas visiones del náufrago antes de aceptar el cabo que le lanzan desde el Navío Negro [XI, 20 y 23]. Su coqueteo con la divinidad, su fusión con la leyenda de Ozimandias lo aproxima, desde luego, a su "origen divino", a su (super)verdad: pero si ese "origen divino" era una (super)verdad al convocar al personaje, ahora, al tener que tocar a su término el fraude de la "escena fundacional" y en la máxima aproximación entre el "yo aparente" y el "yo verdadero", se ha de revelar como todo lo contrario: seguirá disipándose como una apariencia engañosa hasta convertir al náufrago en un muerto viviente, en alguien que ha conseguido, mediante fuerza de voluntad y falsificación, quitarse de encima todo rubor vital: alguien que ha ingresado en el club de los muertos legendarios, descubriendo que, bajo las máscaras brillantes, sólo hay carne momificada. Tal es la recompensa que puede ofrecer un (super)verdad que no consiste sino en una suplantación. Los cómics de piratas, que habían sustituido a los cómics de superhéroes en los Estados Unidos ficticios de Watchmen [véase III, p. 25], son a su vez desplazados por los cómics de monstruos y muertos vivientes [véase bajo la zapatilla de Seymour en XII, 31]: Tales from the Morgue.


Ahí es donde la lógica del género de superhéroes queda agotada para el Moore de Watchmen y conduce hasta el Infierno -no un infierno metafísico, sino un infierno abierto por la violencia y la persecución de la (super)verdad a costa de las pequeñas verdades, las verdades de la mortalidad- desde el que el cirujano William Gull encabezará la presunta carta de Jack el Destripador: "Desde el Infierno" [cap. IX de From Hell]. De esta manera, la aparición del género de superhéroes en 1938 como un fenómeno propio del mundo "desdivinizado" del siglo XX tendrá que ser comprendida, según Moore, desde los sorprendentes y más cruentos resultados de su descomposición: una ficción que se remonta en forma al año 1888, pero que sólo podría tener lugar contando con los resultados de Watchmen.

-Según Croley, Inglaterra perderá la India en 1950. Las principales potencias mundiales serán Rusia y América. (...)
-(...) ¿Y qué hará que América se convierta en una potencia mundial? ¿Los espectáculos del Salvaje Oeste?
-Bueno: como Frank North le dijo a Cody [Buffalo Bill] allá en el 83... "Dales ilusiones, no realismo". La ilusión del Salvaje Oeste. Caca de vaca. La vendemos, y todo el mundo quiere comprar. No subestime nunca el poder de la caca de vaca, inspector.
[Fragmento de una conversación entre el inspector Abberline y Mexico Joe en el cap. 6 de From Hell]


“¿Qué pide el Señor de ti?” (notas)


(1) El grupo de discusión "X", uno de los "foros" telemáticos del "World Wide Web" en los que, sin gran repercusión, se anuncian los progresos de este cuaderno, nos ha proporcionado una prueba sociológica impremeditada acerca de esta tesis nuestra sobre la "complicidad" entre el lector y la ficción superheroica en tiempos de crisis del Hombre americano. Mucho más que el procedimiento de "libre asociación" que tiene lugar en la consulta del psicoanalista ortodoxo, el anonimato y la "mascarada constante" que rigen el modo de participación del hombre medio en esos "foros" telemáticos ayudan a la exención de cualquier sentido de la vergüenza o la responsabilidad moral sobre las propias intervenciones escritas. No tener que "dar la cara", contar con la necesidad de que aquellos a los que nos dirigimos no estén enfrente de nosotros, invita, sin duda, a dar rienda suelta a las fantasías sobre la participación en las figuras superheroicas -no sé si a "mostrarnos tal como somos". Si bucean en los archivos de ese foro toparán con temas de discusión del siguiente jaez: "¿Qué superpoder te gustaría tener?", "¿Te convertirías en un vigilante?", "¿Qué superhéroe eres?". Dado que nosotros mismos fantaseamos con la posibilidad de contar con un "exceso de poder" que no encaja en el mundo, de convertirnos en Darth Vader o de colocarnos el Anillo Singular para domeñar los desórdenes históricos que nos rodean, no vamos a fingir que nos escandalizamos ante estas manifestaciones.


(2) ¿Qué pasa en el interior del género superheroico con esa tríada de la (super)verdad: origen, identidad, tarea? Ahí algún elemento de la tríada sigue estando presente -aunque los disfraces nos despisten-, sigue operando desde la máquina teatral y en parte mostrando sólo el aspecto que encaja con la continuación de la ficción superheroica. Sin ir más lejos, en los "relatos del origen" de Superman [Action Comics n.1, en Los archivos de Superman (...)] y Batman [Detective Comics n.33, en Los archivos de Batman (...)] ya asoma esa "lógica" de la (super)verdad, aunque precisamente ahí ésta tenga que mostrarse de modo disfrazado, siendo tratada como algo "sin parte oculta" y obvio, desdibujada por medio del rápido "juego de trileros" en que hay que dejarse enredar tanto para leer como para escribir ficciones superheroicas: de otro modo, sería imposible tomar parte en ellas sin titubeo, asumiéndolas sin mostrar un ápice de recelo o indiferencia -lo que está en la otra punta de afectar un "desprecio intelectual" hacia ellas. De Superman sabemos desde la primera página de sus aventuras que es hijo de "un científico de un planeta distante" -no de un hombre común- y que "ha jurado dedicar su existencia a ayudar a los necesitados": tiene un origen extraordinario, una identidad a ocultar y una tarea que, a diferencia de la de Hugo Danner, no se tiene que "robar" a ningún Dios -o eso se sobreentiende, hasta 1986. Bruce Wayne, "en realidad Batman", no ha nacido contando ya con esa (super)verdad que se sobrepone a la llamada "apariencia": pero la tríada se hace un lugar en su vida, se le ofrece como la clave que ha de conducirlo hacia su "forma moral adulta" a partir de la pérdida de sus padres durante un asalto callejero; "días más tarde [de esa pérdida], se produce una escena curiosa", cuando dirigiéndose en una "oración" al Dios (protestante), Bruce Wayne afirma que su propósito es el de "vengar sus muertes luchando el resto de su vida contra el crimen"; el niño acepta la tríada de (super)verdades y acaba siendo Batman, cuando un murciélago se cuela en su despacho años después y le ofrece, "como una premonición", la "identidad secreta" que le faltaba.

(3) A pesar de que, una vez se recupere del éxtasis causado por el hachís, Veidt ya no pueda compartir las "visiones sobre el futuro" que jalonan la tarea divina de William Gull y le sobrevienen durante sus sacrificios al Dios masón, la disciplina que más le interesa es una que él llama "futurología" [XI, 1 y 2], una disciplina de la que dice que tiene un antecedente "en la tradición chamanística de la adivinación a partir de los intestinos".